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Hechos reales

  • Un retazo veraz de mi vida

    • José Luis Solís Sánchez-Lafuente
¿Qué hombre de mi quinta se resiste a calentarle la cabeza a alguien contándole su mili? Ahí va un pequeño retazo de la mía. Y que conste que por filantropía no les cuente más.
Tuve suerte o quizá “vista”, no lo sé aún. A algunos paisanos de mi generación sistemáticamente los largaron al Sahara, y contaban cuando volvían de tan lejos que allí no se les había perdido nada, y lo que era peor, que en el rancho únicamente alternaban la carne de cabra con la de camello, pero viejos, aderezadas con hierbajos del desierto. Y me lo contaban con su poquito de retintín, sabiendo que únicamente comía la carne del salchichón que hacían en casa. Del vino ni piaban, pero me enteré que allí el agua era más cara que el pirriaque. Lo que no estaba mal del todo, pero fuera del cuartel era casi imposible encontrarlo con la masita que cobraba un soldado, y sabía lo que beben los de allí.
Para animarme aún más, un licenciado del pueblo me explicó al detalle los tres meses que había pasado en una trinchera esperando que llegase el enemigo, que nunca dio la cara, pero tampoco aparecían cuando debieran los del rancho, el tabaco y el agua. ¡Y para mujeres las de Canaria! Si los de la Escuadra tenían presupuesto, que los tiempos no estaban como para costear cruceros recreativos a guripas con padecimientos de priapismo.
Este argumento fue fundamental para mí. Un comandante de Ingenieros archidonés, muy amigo de mi familia, me facilitó la faena. ¡Que caballero!
Ingresé como voluntario por 600 días en un campamento militar situado en la estepa madrileña, nada menos que en noviembre. ¿Qué frío haría allí?, que hasta prohibieron que nos duchásemos.
Y me hicieron adulto: las setecientas pesetas que llevaba (poco más de cuatro euros de ahora), conseguidas después de ordeñar a bastantes familiares, alcanzaron únicamente para seis o siete días de cantina, a base de chuscos con sardinillas en aceite y morterillos de aguachirle manchego. A partir de entonces no me quedó más remedio que hocicar en el “Ragú” con patatas o patatas al “Ragú”. Pero la Providencia se empeñó en que diese con un cabo de cocina antequerano. ¡Ay Paco!, cuanta hambre me quitaste, y cuanto vino trasegamos de aquellas damajuanas que custodiabas con siete llaves —lógicamente rellenábamos con agua del Manzanares—.
Como era un regimiento con destacamentos en toda España, una vez en Málaga, y nada menos que en el Paseo de la Farola, no quedó más remedio que apañarme un traje, pues por las tardes se escapaban todos de paisano. Y el brigada lo sabía. El muy zorro, con no sé qué achaque, me soliviantó para que lo acompañase de traje; me invitó a una caña de cerveza y antes de largarse me engatusó para que le hiciese un favorcillo. Menudo favor: “Ve a mi casa y le pides a mi mujer el barreño, te alargas en un momento al polvero que hay en la calle Mármoles y que te lo llenen de cal apagada, se la pagas y lo llevas a mi casa” —casi nada, dos kilómetros más o menos—. Dicho y hecho, pero pobre traje. Lo que me incitó sobre la marcha a estudiar compulsivamente para ascender a cabo: me había soplado alguien que a los de esta graduación no les pueden mandar a fregar letrinas ni hacer mandados.
Y como estaba bien enchufado, pedí y me concedieron el trasladado a otro destacamento, pero en Granada.
Previamente me hicieron pasar por Madrid para recoger dos soldados reclutas y una emisora de radio (un trasto obsoleto de la ayuda americana). Aquellos soldados fueron para mí como si dos hermanas, que nunca tuve, se hubiesen ido conmigo a la mili: me limpiaron el cuello del tabardo (que había sido usado por dos quintas anteriores), acortaron los pantalones, zurcieron las camisas… El problema llegó cuando el teniente me ordenó que les confiscase el lápiz con que se perfilaban los ojos. ¡Que calvario para un cabo! Pero lo conseguí, y hasta fui felicitado por ambas partes, incluso nos obsequiaron con estriptís nocturnos, con su musiquilla y todo, que nunca podré olvidar.
Compartíamos un pisito dentro de Capitanía General que fomentaba la camaradería e incluso creaba sinceras amistades. Un cacereño de Las Hurdes me contó confidencialmente que cuando se licenciase se casaría volando, pero sufría muchísimo con un extremoso padecimiento de fimosis. Por más que lo intentó con la ayuda de la novia, su método no le dio resultado. Mi consejo fue que se entregase a las manos de los médicos militares, y se dejase por un tiempo de las de su añorada mozuela.
De madrugada me despertaba para quejarse de que no podía aguantar la tirantez de los puntos. El calorcito de la cama era el culpable, pero discurrí que la solución pasaba por la bayoneta, que colocada en un tejadillo próximo, durante un par de horas y gracias a las míticas heladas granadinas, podría alcanzar la temperatura de dos o tres grados, suficiente para paliar aquella pertinaz y peligrosa tersura. ¡Menudo calvario me eché! Quedó muy agradecido, jurándome que cuando le quitasen los puntos iríamos a probar el resultado de la operación, que le indicase donde, y correría con todos los gastos.
A la excursión se unió otro quinto de Archidona (cuyo nombre prudentemente me reservo) y, a base de copitas de montilla y reconfortados con chupitos de caldito picantón de caracoles, calle Elvira hacia adelante recalamos en la de San Juan de los Reyes. Vacilante pulsé el mugroso timbre, y una lejana voz preguntó que qué deseaba. ¿Que vamos a querer?, fue mi airada respuesta. Subimos unas empinadas escaleras y, de golpe, desembocamos en un mundo inesperado y patético: cuatro o seis mujeres de mediana edad (bueno, cincuentonas, más o menos) lloraban desconsoladamente alrededor de una mesa camilla. ¿Pero, no oís doblar todas las campanas de Granada? Hasta la de la Torre de la Vela… ¿De donde habéis salido, so ateos? Así nos recibieron, añadiendo una de ellas: ¡el Papa se ha muerto! S a n t a M a r í a m a d r e d e…, y prosiguieron, rosario en ristre, sin casi mirarnos.
¡Virgen Santa! ¡Que la “Angusticas” nos ampare! Exclamé espontáneamente.
[Debo aclarar, para un mejor entendimiento del trance, que en aquella época yo era bastante beato].
Las veinte pesetas que me quedaban paliaron la molestia causada, y consolándonos unos a otros salimos a la calle sin llorar siquiera.
Y hasta hoy.
No recuerdo bien si en la España de entonces reinaba Wamba, Muley Hacén o Don Pelayo.
Pero todo es veraz. Y mi madre ni se enteró.







 

 

 

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