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(Un homenaje al mundo de los perros)
Contemplados desde lo alto de un cerrillo otero, el fuerte candilazo remarca la visión de los rebaños de cabras malagueñas, las de las grandes ubres y mamellas, hasta convertirlas en alocadas manchas rojizas, casi terrosas, oscureciendo, aún más, los emborronados piarones de las negras murciano granadinas, ágiles ellas, que atropelladamente intentan penetrar, todas a la vez, en los tinados del cortijo. Como si de prácticos portuarios se tratase, los lanudos turquillos andaluces las acometen a derecha o a retaguardia, arriba y abajo hasta colocarlas en el lugar exacto donde el cabrero les indica, que ni necesita honda. Bastan unos silbidos y alguna que otra interjección que únicamente entienden ellos y su dios hecho hombre. Los legendarios perrillos de aguas hacen su admirable trabajo de guardias de la circulación campera con exactitud, profesionalidad y esmero; ellos son así. Por eso son campeones. Su único enemigo: los inmisericordes cadillos que se aferran a sus rizosas capas peludas. Parece como si la felicidad les llegara de súbito cuando los esquiladores se encargan de ellos. En un santiamén quedan escuchimizados pero felices y más desenvueltos aún. Las Cabrerizas Altas es un inmenso cortijo de varios miles de fanegas de dehesa, monte y algo de olivar y viña, con espaciosas rozas donde cultivan garbanzos pienseros, haboncillos, cebada, avena o alfalfa para cubrir sus necesidades. Las Cabrerizas Altas, Sociedad Cooperativa Andaluza, mantiene la propiedad y los sesos suficientes para engrandecer, año tras año, desde hace más de setenta, aquél civilizado zoológico agropecuario. Pasear con los ojos bien abiertos por sus veredas y cañadas equivale a observar la naturaleza más pura y productiva, transformada para bien por los humanos. Allí todo es magnificencia, calculada con rumbosa naturalidad. Cuatro lagos artificiales, situados en lugares estratégicos, hacen de abrevaderos a las miles de cabezas de ganado y, ocasionalmente, de descansadero para aves de largos vuelos. Algunas latxas baztaneras de cara negra, y las andaluzas payoyas y merinas de Grazalema, casi las últimas del orbe, ayudan a la pregonada fama del ganado cooperativo y sus exquisiteces derivadas. La leche se reserva para los míticos quesos del lugar, que maduran únicamente para el consumo de los finqueros y su clan de gastrónomos aficionados, tragones de delicias y exigentes catadores, propios y añadidos. Y los lechales, corderos y cegajos se los quitan de las manos, a pesar de cobrarlos a precio de ternera de Kobe. Como les pasa con los jamones de los hocicudos y cerdosos guarros negros, atesorados únicamente en montanera, de exquisita pringue, perfumadísima y blanca al corte, una vez superados los más de tres años y medios de secuestro obligatorio, en umbrías y ventiladas cuevas. Ningún veterinario supo nunca aclarar del todo el asunto de la raza de aquellos reverendos puercos. Se dice que habitaron allí desde los tiempos de Noé, siempre alrededor de las encinas y de los dispersos algarrobos y acebuches. Los porqueros precisan polainas altas acompañándose de grandes pastores alemanes, muy entrenados, para doblegar la acometividad de los verracos, de prominentes gumías que exhiben chulescos a ambos lados de sus hocicones. Los “panzer”, como se les conoce en el cortijo; los bellísimos perros de azabachada capa, cruz y rabo alto, que llaman la atención por su altanera presencia, son los encargados de domeñarlos. Pero los malafollá de aquellos cochinos sin abolengo ni se inmutan ante el arrogante porte de sus preceptores. Necesitan de mordiscos en los cuartos traseros y ladridos (casi rugidos), entre ágiles fintas, para mover las piaras que cerdean más de la cuenta. Y ellos siempre a lo suyo: sólo entienden de bellotas o de cualquier otro fruto, que los machos defienden a puñalada limpia. Cuando los porqueros duermen la siesta o escuchan el transistor, los perros, con el itinerario aprendido, lo hacen cumplir por las buenas o malas. Pero, más de un día, algún que otro perrazo sale de su faena con el rabo entre las patas, dejando en su vergonzante huida reguero de orines o sangre. La miera, que los cabreros, pastores y guarreros del cortijo llevan en sus botiquines, es “mano de santo” para estas ocasiones. Y dos amigables “cachetes” en la gran cocorota, la mejor recompensa. Emulando a los leones del Congreso de los Diputados, dos gigantones mastines, atigrados o leonados, de gruesas y colgantes papadas, custodian cada entrada del complejo campero. Uniformados con brillantes carlancas y anclados con sendas cadenas, generan canguelo al que los encara, por su apariencia terrible, a pesar de que la mayor parte del día la pasan repanchigados en el suelo aguantando a chiquillos casi montaraces que disfrutan tirándoles del rabo o hurgándole en el hocico con una vareta de olivo, para que abran la dentadura y meterles el puño hasta las fauces, entre el “molamen” de yunques y lanzas. ¡El que lo consigue, gana! Y ellos tan orondos y contentos con sus niños zangolotinos encima. Dan ganas de aplaudirles acaloradamente cuando se observa campear a los podencos. Saltarines, alegres latidos, silencios escrutadores, frenazos imprevisibles, cambio de rumbo inesperado. Orejas gachas, puntiaguda y tiesas, casi a la vez. Sinfonía cambiante de movimientos “ma non troppo” a “molto vivace”, súbitamente. Ojos avizores y exclusivos ladridos: y toda esa compleja y bella liturgia por un simple conejillo. Más de una vez salen por los caños de las enmarañadas zarzas sangrando, pero con su altivez natural intacta y el fino jopo arqueado: triunfantes. Su olfato no los engaña: el viento conejero es su norte existencial. Y un conejo embocado es su galardón más preciado, junto a las caricias de su amo. ¿Y que decimos de los tricolores perrillos bodegueros?, celadores oficiales de las despensas y estancias vinateras. Los de Las Cabrerizas Altas conocen uno a uno todos los boquetes de los viejos muros y ellos, por su cuenta, han prohibido que allí habiten sabandijas, roedores u otros bichos. Los bocoyes, botas y cuarterolas, apiladas a la jerezana y, aún menos, los tinajones aceiteros empotrados en el suelo, les impiden ejercer de “seguratas” en tan sombrío hábitat. ¡Y tampoco admiten gatos! Cuando a las rozas del cortijo se les crearon un gravísimo problema, varias jaurías de podencos (oritos, manetos y primitivos andaluces) solucionaron el problema. Cientos de miles de conejos y topillos plagaron las feraces parcelas, esquilmándolas, en algunas únicamente había quedado fuéllega. Como sabihondillos que son, sus madrigueras las habían excavado en la fresca tosca de las laderas montunas. Los conejos son así de listos y aseados. Se refugian, comen y cagan en lugares cercanos, pero diferentes. A cambio de pegujales, los conejos y liebres que cada uno cace, la alimentación perruna y un queso, tres cabritos, una arroba de vino y otra de aceite de oliva mensual, para cada uno de los cuatro cazadores del pueblo que se encargan de la faena. Con dos únicas condiciones: está prohibido usar armas de fuego; los estampidos estresan al ganado y los plomos de la munición alteran nocivamente el hábitat, así como los hurones, que algunos podrían amontarse. Cargados de permisos administrativos y federativos comenzaron la faena el primer sábado, continuándola el domingo, días de la semana que habían estipulado. La ”Operación Rabbit” comenzó con magnífico pie. El lunes, los del pueblo y sus vecinos se ahitaron con tanto conejo. Los sobrantes tuvieron que freírlos, aderezados con sal, tomillo, pimienta, ajos y laurel, reservándolos en orzas con aceite. Y así continuaron. A Frasquitillo le regaló uno de los pastores un enclenque y diminuto perrillo recién parido, blanco inmaculado. La madre murió al traerlo al mundo y sus congéneres también. Le explicó el dadivoso compañero de su padre que un borrico garañón, mordedor y cocero, al que ni se le podía quitar la anteojera y el bozal, la repelló contra el tronco del quejigo donde sesteaba el asno. Pero la perra aguantó, a trancas y barrancas, hasta el día del parto. —Aquí no me traigas más embelecos y no des más barzones con esa desgracia de canijo. ¡Como te pille tu padre con el cebero lleno de trapajos y botellines de agua caliente, te vas a enterar! Le espetó su madre, añadiendo: —Y dejas de calentar más agua, ya has saltado dos botellas. Media cocina está sembrada de cristalillos. Y estoy sola para todo. ¡So tonto! Largo del humero y vete a holgar al campo.¡Leche! Aquél día, el asunto terminó con un simple y cariñoso cogotazo. Ser amigo de los amamantadores le resultó a Frasquitillo muy rentable. A ciertas horas, las cien tetinas que alimentan mecánicamente a chotos y corderillos, destetados de sus madres, quedan vacantes. Entonces le tocaba a Canijo apurar las escurriduras de aquellas fuentes de vida. Y, al poco, Canijo dejó de serlo. Pero, bueno, ¿quién se cambia de nombre sobre la marcha? Nadie. Y así siguió por decisión soberana de su casi madre. Cani, como se terminó motejándolo, con el tiempo se hizo adulto; o casi. Con más de año y medio aún dormía en la habitación con Frasquitillo, meaba agachado y sus ladridos no llegaban a tales. Más parecían como si pidiese perdón por incordiar. A diferencia del resto del amplio muestrario canino de la finca, en el que la pureza racial era condición tácita, —semejante a los nominados en el Gotha de la aristocracia europea, pero perruno—, Cani salió al mundo, no se sabe como, con más mezcolanza genética que los “perritos calientes” de los burguers yankis. Pero a Frasquitillo no le importaba, Cani era su mejor y casi único amigo. — ¡Vamos, vanos, Cani, al campo! Simplemente con esa frase, el albo y desgarbado canecillo comienza a saltar, correteando entre las piernas de su jefe. Largas caminatas les permiten visitar alejadas caballerizas, apriscos y cochiqueras. Y la gran dehesa, las viñas y los rocosos montes con sus cuevas y simas. Únicamente vedaban el cercado donde las voluminosas reses retintas pasaban su relajada vida. A Frasquitillo los descomunales pitones de los morlacos no le hacían gracia. Y a Cani, menos. Ambos caminantes se complacían observándolos detrás del vallado, en ciertos lugares rematados con concertinas para evitar a las saltonas ciervas, ávidas del rico forraje que los pensadores les suministran a las reses. Y llegó el día en que a Cani le llegó el amor. Desde entonces vivió desatentado y confuso, hasta el extremo de perder su tino natural, los ladridos y casi sus afectos. No dejaba de olfatear compulsivamente todos los chorreones amarillentos con los que sus colegas perfuman los troncos de las arboledas y las esquinas de las construcciones. Y por ello, con celeridad, tuvo que aprender a levantar la pata, como los demás, para intentar neutralizar las odoríficas marcas de sus desahogados contrincantes. Pero allí hay demasiados árboles con huellas ajenas y, por ese motivo, el infeliz amante enloqueció, sufriendo también padecimientos en la vejiga de tanto escurrirla forzadamente, por los impulsos irresistibles que sentía. Así, con este panorama, un malhadado día, el amigo incondicional de Frasquitillo desapareció. —En este párrafo el autor de esta crónica no puede añadir esa frase tan socorrida de los colegas escribidores como es: “sin dejar rastro”—. Cani dejó más rastros de la cuenta, pero ininteligibles para los humanos, para su desgracia. Claro está que nuestro personaje infantil no quedó a la espera de la posible vuelta del enamoriscado perrillo. Acompañado de tres colegas, en sus horas libres, recorrieron palmo a palmo la inmensidad de la finca, vallada en su perímetro. Una tarde, la tercera, casi anochecido, uno de ellos escuchó como débiles sollozos en el cogollo de una gran coscoja. ¡Allí estaba Cani! Pero enlazado de una pata trasera por un acerado cable, amarrado a la base del arbusto. Su estado era lamentable. Sin derramar ni una sola lágrima, entre los cuatro chavalillos lo libraron del lazo, acercándolo a toda velocidad al próximo abrevadero donde bebió y aseó a su gusto, hasta recuperar su blanco original e hinchó de agua la panza. Pero Cani, a pesar de no parecer excesivamente extenuado, renqueaba más de la cuenta, sobre todo de los cuartos traseros. El lazo jabalinero (¡y eso que allí están prohibidos!) le había cercenado una pata, quedándole dañada la otra, por lo que hubo que amputársela totalmente y entablillarle la que había quedado poco mejor. Uno de los veterinarios del cortijo realizó con esmero el trabajo. Durante un tiempo, Frasquitillo transportó sobre sus hombros al íntimo amigo, que cogió la querencia de lamerle las manos y la cara, parece ser, como agradecido pago. ¡Cani era así de detalloso! Y de esta guisa reanudaron las caminatas. El paso del tiempo le mejoró los andares, permitiéndole seguir a su amo, con más o menos dificultad, casi pegado a sus talones. El desgraciado chuchillo únicamente manejaba con soltura dos patas y media, ocasionando que los descansos fuesen obligados. Observar como crecen las plantas de candilitos y lirios silvestres, nacientes en las umbrías laderas y covachas serranas, era una de las actividades obligatorias que anualmente se impone nuestro botánico infantil, acompañado de su fiel cojitranco. Una tarde, cuando andaban a media ladera por un peñascal, el niño pisó un musgo resbalón ocasionando que rodase descontroladamente hasta llegar a una torrentera, donde quedó empotrado entre las recias varas de unas adelfas. Cani descendió como pudo, y como Frasquitillo no se movía y sangraba, el animalillo, lame que te lame, consiguió que las heridas en la frente, cara y manos dejaran de sangrar. Pero su amo no le hablaba, situación que lo desconsoló de tal forma que, sacando nuevas fuerzas, subió hasta lo más alto del crestón, y allí comenzó una retahíla de aullidos lastimeros, cada vez con mayor intensidad. Pero que nadie parecía oír. Sin embargo, docenas de orejas los escucharon. Y los desazonados perros transmitieron a sus expertos patrones el triste y alarmante mensaje. Todos los cortijeros se pusieron en marcha. Así, al poco, fue encontrado nuestro amigo, aún medio inconsciente. Como es natural y lógico, su madre lo recibió abroncándolo a moco y lagrima viva, durante el tiempo que las respectivas glándulas dieron de sí. Y su padre, en silencio, lloraba desconsoladamente en un rincón de la cocina, fuma que te fuma. Y eso que se había quitado del tabaco. Todos fueron felices, celebrándolo como la ocasión merece y la rumbosa tradición cortijera demanda; por cuenta de la cooperativa. Y Cani dejó de ser llamado con tan despectivo mote. A partir de entonces mereció el nombre de Salva, que ostentó grabado en una placa de plata en el collar blanquiverde que, muy merecidamente, ganó por su inteligente amor hacia su compañero humano. Y que los veterinarios constataron raudos en el libro registro del emporio agropecuario. Aquél mismo día, también los perros recibieron ración doble de comida, muy especial, creada ex profeso para la ocasión por un veterinario “cocinilla”. Así, las criaturas (¿irracionales?) más amigas (¿de las racionales?) participaron plenamente en el jolgorio, pero ellos en silencio, olisqueándose pacíficamente, de vez en cuando, sus dispares culos. ¡Ellos son así! Nosotros, los humanos, nos miramos a los ojos. |
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