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Listado de libros > Relatos Cortos | Índice de este libro | Instrucciones | Redactar Relatos Cortos
De película en película, de pantalla en pantalla, he comulgado a lo largo de mi vida con rabinos, sacerdotes católicos, pastores evangélicos, anglicanos, popes y otras variedades.Sin olvidar las extrañas religiones, con su no menos extrañas hermanitas de la caridad del dólar, que descubrí leyendo y gozando también en el cine las mil aventuras del Harlem de Chester Himes, el escritor más excepcional de la novela negra, la novela policíaca social.
Calculo que me bautizaron en una sala de cine en mi ciudad natal, Tetuán, que no conozco más que por la partida de nacimiento. O tal vez fuese en Ceuta o Tánger, ciudades del norte de África donde era capaz de dejar la compañía de unas Lolita que sin Nabokov lo supiera medraban por allí, para encerrarme en el gallinero de un cine o en el patio de butacas cuando fui aprendiz periodista subido a los altares de la crítica de cine por un generoso Redactor Jefe que había sufrido la guerra civil de Franco.Era el joven más moderadamente feliz de la ciudad internacional de Tánger donde me habían dado una oportunidad en el semanario “Cosmópolis”.El gran problema de mi joven vida era que ninguno de los actores que desde las pantallas me aconsejaban a voces tenía muy arraigado el concepto de patria chica. Quise preguntárselo a John Wayne pero cada vez estaba en un lugar distinto.Actores y actrices, aunque habláramos lenguas distintas, me enseñaron que eran culitos de mal asiento.Esa maldición del cine me ha perseguido hasta anteayer, aunque todavía sigo sintiendo los efectos colaterales. Estaba yo atrincherado en París, mi verdadera, mi única patria aunque ahora nos hayamos distanciado, renegado, cuando vi una serie de películas con Madrid como protagonista. Y al cabo de unos días le dije a mi mujer: -Creo que sería estupendo vivir una temporada en Madrid.Meses después surgió una vacante de corresponsal en España y allí nos quedamos cinco años, con ETA y Expo Universal incluidas.Lo malo es que las películas sobre Madrid que yo había visto no habían comulgado todavía con el neorrealismo italiano y pintaban una España tan idealizada y cursi que nada tenía que ver con la realidad. La realidad de que cuando desembarqué en Madrid en 1988 empecé a tener que darle patadas a las jeringuillas abandonadas por drogadictos y que alfombraban casi parte de la Calle de la Aduana, donde me alojé en un hotel antaño de toreros.Otro tanto ocurrió con Brasil.Jean-Paul Belmondo y la bella hermana de Catherine Deneuve, Françoise Dorleac. Los dos, jóvenes y prometedores, protagonizaron una extraña película en Brasilia, “El hombre de Río”. Brasilia aparecía como una ciudad todavía no terminada pero llena de escalofríos.Pasé tres años en Brasilia, base que me permitía recorrer el resto de Brasil.Una noche en mi casa de la capital brasileña, antes de la novela de las oito, un documental español me enseñó una plazoleta de un pueblo de la costa de Málaga, y volví a pronunciar las palabras mágicas.Aterrizamos en este Bodega Bay que con tantísimo noruego, finlandeses y otras hierbas exóticas, que buscan sol desesperadamente, nada tiene que ver con el puertecito de mar que Alfred Hitchcock descubrió por los alrededores de San Francisco y llenó de aves locas que atacaban a los niños. Pero no sólo eso, los pajarracos estuvieron a punto de arrancar el moño catedralicio que la actriz Tippi Hedren lucía durante casi todo el rodaje, amén de un trajecito de calle pero no de mar que era un primor.Con todo, y pese a que en mi Bodega Bay tenemos unas gaviotas limpias y deliciosas, que no atacarían a Tippi Hedren ni por contrato, pero donde aburrirse se aburre uno bajo el sol que cambia la piel de la gente del norte, no estoy a gusto. Tarde, ciento cincuenta películas después, me doy cuenta que soy de secano.Me gustan los pueblos metidos en las montañas, construidos con fuentes frescas y gente que bebe vino blanco y no el güisqui de la costa.En realidad, mi pueblo ideal es Archidona. Está situado a cien kilómetros de mi playa y fue allí donde pasé una gran parte de una infancia menesterosa por mor de un padre militar que al yo nacer ya decidió con su Estado Mayor que yo no sería más que un bastardo. Desde los primeros años que por las vacaciones estivales me mandaron allí, mis primos y primas, mis tíos y todo bicho viviente que encontraba en la Calle Carrera o en el Paseo, mis dos puntos de apoyo para mover mi mundillo, borraron de mí el estigma del hijo no querido por su padre.A medida que crecí me enteré de que esas piedras que yo pisaba a diario, esos campos donde pescábamos o cazábamos ranas sin ningún arrepentimiento ecológico, eran lugares históricos donde había reinado la gente que más quiso a Andalucía, los árabes.Hasta ahora no he conseguido que me tomen en serio. Que me dejen ser hijo adoptivo, putativo o como se quiera de la muy noble Ciudad de Archidona.Cuando lo consiga, allá por Jalisco, podré abandonar mis gaviotas y vivir las leyendas que encierra ese pueblo encajado entre olivos y suspiros. |
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