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Mitos y leyendas de nuestro pueblo, Archidona

  • El Tuerto de la Olivara

    • Antonia María Rodríguez Rogel
Como si no fuese suficiente el miedo que en aquellas tardes primaverales, llenas de aromas, me inspiraban los mantequeros y otros asustaniños, a menudo mi madre sacaba a relucir el nombre de otro individuo, menos conocido pero más escalofriante, si cabe, por el vínculo que desgraciadamente le unía a Archidona. De ese modo, mi progenitora intentaba corregir la osadía de mis clandestinas escapadas al campo, al recordarme las fechorías del Tuerto de la Olivara, un perverso individuo del que unos años más tarde me enteraría que mi abuela llegó a conocerlo en los lejanos tiempos de su niñez y del que nunca supo mucho más , salvo el miedo que le inspiraba. En lo que a mí se refiere, sin conocer aún esa referencia temporal, intencionadamente desconectado por mi madre de la época a la que perteneció, aquel malhechor suponía para mí una amenaza peligrosa y vigente que podía acecharme camuflada en la soledad de los campos y esa posibilidad ensanchaba las raíces de mis miedos hasta términos indescriptibles.
De aquel desagradable personaje que, según mis cálculos actuales, debió de arrastrar su pérfida existencia hacia finales del siglo XIX o principios del XX, mi abuela y mi madre me contaron muchas veces que deambulaba con su mulo por los caminos de Archidona vendiendo y comprando vituallas como cualquier otro recovero de los varios que había por los alrededores. Pero un día de primavera, cuando ya los trigales habían encañado, desapareció del pueblo un niño al que familiares y vecinos salieron a buscar por arroyos, lomas y pozos, sin encontrar en las primeras horas nada más que la respuesta inquietante del silencio. En esa búsqueda participó incluso su madre, desesperada y exhausta, como una sombra desgarrada del paisaje que estrujaba la noche con su manos e imploraba llorando el regreso del hijo ante un cielo inclemente que no quiso escucharla. Tras varios días de silencios y vacíos parecía como si el niño hubiera desaparecido en las mismas sombras por donde huyó la noche de aquel fatídico día y, con esa inquietud, en el olor dulzón y tibio de las casas se hablaba sin tregua de los días de ausencia y de la desesperación de sus padres. Hasta que en una de aquellas prolongadas búsquedas, una mañana, poco después de que el día se alzara sobre la oscuridad, sus familiares intuyeron un mal aire de tristeza envolviendo un lejano trigal en el que encontrarían el cuerpo sin vida del niño delatado por la luz del nuevo día. Sus padres acogieron el fatal descubrimiento asediados de soledad y angustia y, ante aquella tremenda verdad, a sus pies se abrió un abismo de llanto y cenizas que los sumergió en un extraño descanso tan vacío como la misma muerte.
Con intermitentes puntos de silencio la gente del pueblo maldecía una y otra vez al anónimo asesino mientras el tuerto de la Olivara continuaba por los caminos y las calles, ofreciendo sus vituallas de casa en casa y comentando con cada vecina la desgracia del niño y la maldad de su asesino contra el que lanzaba toda clase de improperios. Pero, cierto día, a una determinada persona le parecieron impertinentes sus comentarios y sospechoso el reiterado interés que mostraba por saber si alguien tenía pistas del criminal. Sin duda, una persona intuitiva y sabia que observó, además, que los ojos del recovero, blindados de acero, irradiaban un halo de sombra y una escalofriante frialdad como si un pez de hielo navegara por el vacío tenebroso de su mirada. Entonces fue denunciado a las autoridades y, hostigado por los interrogatorios, acabó confesando que había sido él quien estranguló al niño con una cuerda y dejó su cadáver abandonado en el trigal. Los oscuros motivos de aquella muerte no llegué a saberlos nunca ni tampoco nadie me habló de ellos. Quizá un instinto asesino que nubló su razón y lo llevó a matar sin motivos a un niño inocente cuya muerte nubló para siempre de tristeza los ojos de su madre.
Esta historia sucedió hace ya tantos años que es posible que en Archidona no queden apenas personas que la recuerden, En mi caso tal vez no la he olvidado por esta afición a las historias que me acompañó siempre, y por haberla oído infinidad de veces de mi madre que, a su vez, la aprendió de mi abuela, nacida y criada en Archidona y aficionada a contar historias y leyendas de su pueblo antes de que el tiempo se llevara por delante su memoria y la dulzura de su voz.
Durante mi niñez cuando mi madre me recordaba esta historia, priorizaba el amor materno sobre la verdad y omitía intencionadamente la lejana cronología de aquel hecho trágico, sin duda para refrenar mis constantes audacias de niña traviesa que se escapaba a corretear por los campos en cualquier tiempo, lo mismo en las tardes primaverales de celajes azules que en los días tristes del otoño o en las mañanas luminosas del verano. Al ignorar entonces que este terrible individuo pertenecía a un tiempo ya clausurado, el tuerto de la Olivara fue para mí el asustaniños más temido de cuantos había por aquellos lugares y su nombre encerraba un aluvión de amenaza que acechaba en los campos y encendía mis miedos y mis pesadillas. Eso ocurrió hasta que supe que, de aquel asesino, mi abuela también había tenido miedo en los años de su niñez mocedad, y por tanto, debía de estar ya más que muerto. A partir de entonces, el oscuro recuerdo de su historia dejó de darme quebraderos de cabeza, sobre todo cuando caminábamos por los polvorientos caminos de mi tierra bordeados de trigales altos o de viejos olivos tras cuyos robustos troncos podría esconderse cualquier malhechor.

 

 

 

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