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Listado de libros > Relatos Cortos | Índice de este libro | Instrucciones | Redactar Relatos Cortos
Apenas amanecía -María se tiró de la cama, hacía un frío impresionante. En aquel pueblecito de montaña, las heladas en enero y febrero son abundantes. Vació el agua en la palangana para lavarse la cara, y desde luego que se espabiló, el agua, como todo lo demás, estaba helada.
Mientras peinaba su larga manta de pelo (atirantándolo y recogiéndoselo en un moño bajo) María contempló su rostro. Era hermoso, estaba a punto de cumplir los cuarenta, no había tenido hijos, pero se conservaba bien. Estaba “cantuíta” como solían decir los hombres, y su cara, a penas delataba el paso del tiempo. Sus ojos, eran marrones y redondos, el rostro lucía un buen color y las mejillas sonrosadas, rebosaban salud. La boca, era carnosa y atrevida; en definitiva, era una mujer bastante atractiva, limpia, aseada y trabajadora, la mujer ideal, en aquellos tiempos de posguerra. El problema era que no había parido, y a la mujer que no paría, para que se le diera algún valor, tenía que matarse de trabajar, a fuerza de humillaciones y de humildad, pues el hecho de no ser madre ya la señalaba ante la sociedad, casi como un pecado y una desgracia que se unía, a la pena que ella sentía, por no haber podido engendrar un hijo. Terminó de peinarse y volteó la mirada hacia la cama, donde su marido, dormía aún plácidamente. Se habían casado años atrás, fue una boda sencilla, donde hubo “aceitaos y aguardiente” solo para la familia. Pusieron el cuarto, en casa de su suegra y a la mañana siguiente, les despertó su madrina de bodas, llevándoles el chocolate a la cama como era tradición. Ahora, vivían en una casa grande, cerca del paseo, no era suya, pero la habitaban a cambio de la limpieza; la casa, era de unos “cortijeros” que vivían todo el año en el campo y venían en Semana Santa y Feria, ella la mantenía limpia, con las paredes blancas de cal y los suelos rojos y brillantes. Los pasillos, estaban llenos de pilistras bien cuidadas, el patio, rebosaba de geranios y jazmines, las damas de noche, embriagaban el aire, en las noches de verano. María, abrió la ventana y despertó a su marido, tendría que bajar temprano a la plaza, a ver, si salía algún peón. El hombre, era encalador, pero en invierno, salía al campo, o a hacer alguna chapuza, según lo que daba el día, para al menos poder comprar el pan. Eran malos tiempos aquellos y un sueldo, era algo, con lo que no se podía ni soñar. Después de hacer el café ( bueno, si se podía llamar café, a aquel brebaje negro, que se hacía con cebada tostada y molida ) y recoger la cama; María, encendió la chimenea y puso a calentar, la plancha de hierro en las brasas. Por la noche, lavaba el delantal blanco, y por la mañana, lo terminaba de secar con la plancha. Con el delantal como un copo de nieve, estirado y pulcro, salió a la tienda como cada día, a comprar el pan, una perra chica de manteca colora y una naranja, por si su marido se iba al campo. La tienda estaba muy cerca de su casa, el dueño, era un hombre corpulento, alto y rubio, tenía bigote y planta de estar, bien situado. María, se alisó el delantal nerviosamente, y entró dando, los buenos días. A Dios gracias, el tendero, estaba de espaldas. No se explicaba, por qué le inquietaba tanto, la mirada de aquel hombre, era bastante amable, con todas las parroquianas, pero a ella, la trataba de una manera especial, cuando se le dirigía, buscaba sus ojos, hasta encontrar su mirada, sentía temblores en las piernas, como el estómago se le contraía y la verdad, no era precisamente por el hambre, que no faltaba en aquellos días. Así era su vida, y así, se repetía rutinariamente cada día, cada semana, cada mes. Por la noche, se sentaba en el brasero, a la luz de un candil, esperando, que su marido llegara, él siempre salía al anochecer, a tomarse una latilla de vino y solía volver hacia las once, cenaba, un poco de cocido, que ella preparaba, con un puñado de garbanzos y un trozo de tocino añejo que le regalaba de vez en cuando su casera después, se iban a dormir. La pasión, hacía mucho, que se había perdido entre ellos, sólo quedaba, rutina y costumbre. Una tarde, tuvieron una fuerte discusión, su marido, llevaba varios días de no tener trabajo y ese día, no había podido ni siquiera comprar el pan, a la hora de comer apenas si quedaba en la talega, un coscurro de pan duro. Se puso, como una fiera, gritándole, ¿por qué no lo has pedido fiado? María callaba, porque no podía decirle a su marido, que no quería pedirle favores, a aquel hombre, que tanto la inquietaba. Pero él, se enfurecía con su silencio, y volviendo a gritarle, decía, ¡inútil que no sirves para nada, ni siquiera pá traer chaveas al mundo! ¡eres una machorra, maldita sea la hora en que me casé contigo! y dando un portazo, se marchó. María, estuvo llorando toda la tarde. Cuando iban a dar las doce de la noche, cansada de esperar, muerta de hambre, se fue a la cama, apenas se acostó, escucho que llamaban a la puerta, se le encogió el corazón. ¿Qué ocurría? ¿Le habría pasado algo a su marido? Nerviosamente, logró ponerse el vestido, encima del camisón, y con el pelo suelto, bajó a abrir la puerta. No podía creer, lo que veían sus ojos, su marido venía acompañado, del hombre de la tienda -pasa Juan- dijo este, y tú ¿que estabas durmiendo? Pos anda, recógete esos pelos y fríe este gallo, nos invita mi amigo, además, traemos pan tierno y vino, reprendiéndola de nuevo, exclamó, ¡vamos María, espabila! María, subió la escalera y mientras recogía su pelo, las lágrimas, rodaron por sus mejillas, pálidas esta noche, por el sufrimiento y el cansancio. Una vez cocinado el gallo, comenzaron a comer los tres. Su marido, hablaba por los codos y comía ansiosamente, ella, no levantaba los ojos del plato, y obedecía sumisamente, a todo lo que el marido le indicaba. Terminaron de comer y María, recogía la cocina, callada y con la cabeza baja. Cual no sería su asombro, cuando el marido, bostezando, se despidió dejándolos a los dos solos. Juan, la observaba, mientras ella, iba y venía por la cocina. Le dijo -ven, siéntate aquí conmigo- estás guapísima, como siempre (aclaró) ella, no se atrevía a levantar la vista, debería ser una pesadilla, sí, seguro que estaba soñando, porque ella, era una mujer casada y honrada, por tanto, no podía estar allí, en aquella semioscuridad, con un hombre, que no era su marido. Juan, la cogió de la barbilla, obligándola a mirarlo, su cuerpo se estremeció, -Dios mío, perdóname, esto es un pecado- María, ¿tú sientes lo mismo que yo? Lo veo en tus ojos, te deseo, te quiero… María se retiró bruscamente, diciéndole -eres un hombre casado, no te equivoques, soy una mujer decente- María, tu marido no te quiere, para él, sólo cuenta su propio interés, te vendería, de hecho te está vendiendo ¿es que no lo ves? “Vete de mi casa” contestó ella, soy una mujer honrada, pero…. ¿y lo que sientes? Juan, las mujeres no tenemos derecho a sentir, ni siquiera a pensar; vete, por lo que más quieras, no me deshonres, vete. Hacía una tarde limpia, no había, ni una nube, se avecinaba la primavera y todo, parecía tener más color. María, iba con su cántaro y su cubo, a recoger agua. Cerca de la fuente había una taberna, donde se reunían los señoritos, a jugar a las cartas y al dominó. Estaba guapa y tenía un buen cuerpo, a pesar de sus cuarenta, era una mujer deseable, para cualquier hombre. Asomó un mozalbete al antepecho, y al verla venir, empezó a piropearla, los demás hombres, se envalentonaron, y corrieron todos, hacia la ventana, a decir groserías, fue entonces, cuando apareció Juan y los calló a todos, defendiéndola, nunca lo hubiese hecho, de allí, ya empezaron los cuchicheos…. Unos decían, -es que corre con ella- otros -que ella era una fresca, que corría con cualquiera- había, quien ya los había visto de noche, en las esquinas muy acaramelados y así, empezaron a forjar las rejas, que reforzarían la cárcel, destinada a María; Aún, no había pecado, pero la sociedad, ya la había condenado. Había llegado el cine al pueblo, pero no todo el mundo podía gastarse, los tres o cuatro reales, que valía el gallinero, de donde se salía, con el cuello torcido para algún tiempo, mucho menos, se podía aspirar, a una butaca de las últimas filas, que era, donde se veía bien. Un domingo, su marido le dijo -María, vamos al cine, que traigo las entradas- muy extrañada, contestó -tú estás loco, gastar los dineros en el cine cuando no nos alcanzan, ni para malcomer- “No te preocupes mujer, que me las han regalado” ¿Y eso? -alguien me debía un favor- venga, vámonos, que están enumeras ¿no querrás que la veamos empezada? Ponían “María de la O” y María acabó llorando, a moco tendido, por aquella mujer tan guapa y tan desgraciada, pero más lloraba, cuando justo detrás de su silla, escuchó a su vecino el tendero, comprendió, que había sido él, quien regaló las entradas a su marido. Aquella noche, no podía conciliar el sueño, sentía detrás de ella, la respiración de aquel hombre y se le erizaba la piel. No podía entender qué estaba pasando, pero se estremecía, con solo escuchar, decir su nombre. Lo cierto, es que aquello, se estaba convirtiendo en una costumbre, una noche sí y otra también, su marido llegaba a su casa con Juan, ella preparaba la cena, comían y bebían, los tres juntos, después, el marido, se iba a dormir y los dejaba, a los dos solos, poco a poco, se hicieron grandes amigos, ella, ya, no tenía tanta prisa, para que él se marchara, hablaban y hablaban, dejando pasar las horas sin sentir. El, la respetaba, aunque no podía evitar, comérsela con los ojos, María se enamoraba cada día más y lo que al principio le parecía, un terrible pecado, ahora, le era tan familiar, que ya no podía recordar, como era todo antes, de que Juan apareciera en sus vidas. Una tarde, cuando iba a recoger el agua, estaba el cielo oscuro y amenazaba tormenta, estalló, antes de lo que ella esperaba, daban unos truenos muy grandes y empezó a diluviar. María, no llevaba paraguas, Juan, salió a su encuentro, a protegerla con el suyo. Llovía a cántaros y a pesar del paraguas, llegaron a casa empapados, se acercaron a la chimenea, para secarse un poco la ropa. Maria, ayudó a Juan, a quitarse la gabardina, él, sacó su pañuelo y delicadamente, secó su cara, muy suavemente, como una caricia, continuó dejando caer el pañuelo, recorrió, con la yema de los dedos, la curva perfecta y carnosa de sus labios, bajando por la garganta, deslizándose por el canal de su pecho…. Desbrochándole el vestido, fue dejando al descubierto, sus pechos blancos, firmes y nacarados, la besó en los ojos, la nariz, las mejillas, muy dulcemente, saboreando, palmo a palmo, cada pliegue de su cuerpo, cada rincón, cada momento, fundieron sus cuerpos, dando rienda suelta, a la pasión que estaba consumiéndoles. Por fin, se estaban amando, delante de aquel fuego, que era testigo, de la lucha, que ambos, habían mantenido, reprimiéndose día a día. Se hizo realidad un sueño, que nunca se habían atrevido a soñar, dando rienda suelta a su amor, que no entendía de leyes, ataduras y menos aún, a la sociedad, que ya les había condenado, hacía mucho tiempo. Dejó de llover y arrebujados delante del fuego, no escucharon, el ruido de la puerta al abrirse, allí, delante de ellos, estaba su marido y la hermana de este, que histérica, gritaba ¡mátalos hermano mío, que esa puta, ha deshonrado esta casa y lo menos que se merece es eso! Echaron a Juan a la calle, y a María, la apalearon y arrastraron tirándole del pelo. Más tarde, cuando se habían despachado a gusto, contra la infiel, la dejaron en la calle con lo puesto. Se quedaron con su ajuar, que era poco, pero buen trabajito que le había costado juntarlo, y lo que más le dolió, fueron los zarcillos de oro, regalo de su padre, que no los volvería a ver, nunca. La despreciaron todos, hermanos, cuñados, primos, vecinos, amigos, y a su vez, le negaron la oportunidad, de pedir perdón a su padre. Huyendo, con los pies ensangrentados de ir de puerta en puerta, llegó a un anejo del pueblo, donde una prima lejana, se apiadó de ella y la acogió en su casa. Su prima, era”estraperlista” y ella, le ayudaba a vender, azúcar y café, arriesgando así, el pellejo, día tras día. Una tarde, venía de vuelta a casa de su prima y en un recodo del camino, se encontró a Juan, alguien, le había comentado, que pasaba por allí todos los días y el hombre, la estuvo acechando hasta que la pudo ver. La llevó al pueblo, donde había alquilado, una casita muy pequeña, que compartía, con un anciano. La casa, estaba muy sucia y el anciano, que no tenía a nadie, andaba solo, de los piojos que tenía. Cuando María entró en la casa, sintió ganas de salir corriendo, tenía un sibanco muy alto, este, daba paso al interior de la estancia que hacía de cocina, comedor y sala de estar, medía, aproximadamente, dos metros de ancho, por tres y medio de largo, a la derecha, tenía una chimenea y al fondo, unas cantareras, (hueco que ella, habilitaría más tarde, como despensa) una escalera de cinco peldaños, daba paso al dormitorio, muy oscuro, con una ventanita muy pequeña; A la derecha de la escalera, había otros seis escalones, que conducían a una cámara, con el techo muy bajo, allí, se instaló María. Trabajó, de noche y de día para poder acondicionar aquello un poco. No había cal en las paredes, que recordara, si la habían tenido alguna vez, telarañas, colgaban del techo como única decoración, y en los suelos, a fuerza de frotarlos, aparecieron unas baldosas rojas, que no eran, ni feas. Después de limpiar la casa, María llenó un baño de agua caliente y aseó al anciano, le afeitó, cortó el pelo y despiojó. Juan, iba cada noche a verla y le llevaba comida y regalos. Poco a poco, aquello fue pareciéndose a un hogar, y ella, volvió a recuperar su lozanía y el rubor de sus mejillas. Así, estuvieron durante un largo periodo de tiempo, hasta que Juan, se halló con valor, para dejar a su esposa, ellos tampoco habían tenido hijos, pero tenían dinero, y así, fue más fácil, para esta mujer, la separación, ya lo dice el refrán, las penas con pan son menos. Juan compró la casita, y al morir el anciano, la fue acondicionando un poco, para vivir en ella; A María, no le faltaba nada, estaba bien vestida, tenía alguna que otra joya, para embellecerse y jamás, le faltó la comida. Siempre, había jamón en casa y ella, que era generosa, lo compartía, con quien llamaba a su puerta, con hambre. En cambio, no podía salir a la calle, ni a tomar el fresco, había sido infiel y se la consideraba una mala mujer. Juan, trataba de compensarla, y alguna vez que otra, la llevaba de viaje. Así conoció, Sevilla, Jerez, Málaga y algún, que otro sitio más. Un día, sintió doblar las campanas, había muerto su padre, vistió de negro y echándole valor al asunto, se presentó en casa de sus hermanas, (quería verlo por última vez) el anciano, había muerto, pidiendo ver a su hija, pero sus hermanos, no consintieron en llamarla. Por ello, al llegar a casa, le cortaron el paso, prohibiéndole entrar y acusándola, de haber matado al padre de vergüenza, por ello, consideraban, no tenía derecho ninguno, a estar allí, y la echaron, a la calle. Desesperada, se fue a la parroquia, quería rezar y pedir perdón a Dios, cayó de bruces ante el sagrario, cuando apareció un cura, de aquellos con coronilla, que extendían la mano protocolariamente, para que se le besara, como algo sagrado, enfierecido preguntó ¿dónde crees que estás, María? Sollozando, contestó ella, -en la casa de Dios- pero tú, le has ofendido, ¡vete! y la echó del templo sin contemplaciones. Aquel buen hombre de iglesia, olvidó, que Dios es justo y misericordioso. María volvió a casa destrozada, y allí, en su inmensa soledad, lloró, rezó, y permaneció encerrada, durante muchos años, con el consuelo, de que dieran las once o las doce de la noche, en que Juan volvía del casino, sumergida en aquella pasión, con la que él la envolvía, volaba, sintiéndose libre y protegida entre sus brazos. Cuando Juan enfermó, se marchó con sus hermanos, y poco después murió, dejándola terriblemente sola. Ella, nunca se había preocupado, de pedir nada y lo único que le quedó, fue un seguro, que Juan le había estado pagando, para que pudiera algún día cobrar la vejez. La casita, pudo seguir habitándola, gracias a la mujer de éste, que generosamente, se la dio vitalicia. ¡Otra vez estaba sola¡ y sin tener para comer, empezó a buscar trabajo, aunque las cosas estaban cambiando, no le fue nada fácil, tenía sesenta y dos años y no podía aspirar a mucho, pero si no seguía pagando el seguro (los tres años que le quedaban) no iba a poder cobrar. En esos tiempos, ya no se podían pagar las muchachas, para limpiar, entre otras cosas, las mujeres, estudiaban, o se iban al extranjero a trabajar en fábricas, en vez de fregar suelos en el pueblo, y esa fue, si puede llamarse, su suerte. Entró de chacha en una casa, donde por su historia, la trataban bastante mal, y lo peor es que la humillaban, constantemente. Allí aguantó, mientras pudo, después se fue a cuidar a un viudo y sus hijos, por dos perras, que apenas llegaban para el seguro, y una rosca de pan, gracias a una buena vecina, podía comer caliente, de vez en cuando. Pero, una nueva y definitiva cárcel, le estaba acechando, dio un porrazo y se rompió la cadera. Gracias a esto, empezó a cobrar por enferma, después de muchos meses de hospital, volvió de nuevo a su casita, de la cual, no podía salir con sus bastones. Para entonces, la sociedad ya había cambiado, veía la misa en el televisor y los curas, iban a su propia casa, a darle la comunión. Estaba siempre, rodeada de gatitos, que le hacían compañía, también la visitaba, mucha gente joven a la que ella, les contaba la historia de su vida y enseñaba una foto, que Juan, le mando hacer en grande, una vez que fueron a Sevilla. Era el último día del año, María estaba en el porche, sentada en la butaca. No sabía que hacía allí y la verdad, no le preocupaba mucho, a aquella altura de su vida. Contemplaba el horizonte, que como siempre estaba lejano y azul. No hacía frío en aquel lugar y eso, que era diciembre. Sintió un aleteo, eran gaviotas, claro, por eso no hacía frío, estaba cerca del mar, por eso era tan azul el horizonte. Llegó una señorita vestida de blanco, -vamos María, es hora de irse a la cama- estaba muy a gusto allí, pero no protestó, siempre había hecho, lo que los demás querían, por qué revelarse ahora. La cama estaba limpia, y olía bien. Aquella mujer, la cogió de la silla de ruedas y la metió en la cama, con tal facilidad, que pensó, no debo pesar, ni veinte kilos, sin embargo, no puedo rodearme en la cama, las piernas, parece que son de plomo. Cuando despertó, era casi el amanecer. De pronto, sintió, que podía mover las piernas, se incorporó y salto de la cama, fue hacia la ventana, descorrió las cortinas y la abrió, allí fuera, estaban las gaviotas, volaban libremente. No pudo envidiarlas esta vez, de pronto, estaba junto a ellas, volaba hacia el horizonte, que no acababa nunca, volvió, saltando entre nubes blancas de algodón y al mirar hacia abajo, descubrió, su marchito cuerpo sin vida, en la cama de aquella residencia, para enfermos terminales. Junto a él, quedaba todo el lastre de las cadenas, que arrastrara durante toda su vida, y elevándose hacia la luz maravillosa del universo, su alma gritó y sintió, algo, que en su miserable cuerpo humano, nunca se había atrevido ni a pensar, ¡libertad, al fin libertad!. |
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