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Listado de libros > Anécdotas IES Luis Barahona de Soto | Índice de este libro | Instrucciones | Redactar Anécdotas IES Luis Barahona de Soto
Contaré algunas anécdotas que recuerdo en mi estancia con los Padres Escolapios ó Escuelas Pías de Archidona, 1948 ó 1949.
Tuve una cremallera en mi jerséis. Era la primera que había en el colegio y pienso que en el pueblo se ponían un coro de niños, abre y cierra. Era una novedad, todos miraban como abría y cerraba. Duró poco tiempo. Un día jugando al marro, que se trataba de pillar unos a otro, me cogió uno del jerséis y se rompió. Fue para mí un disgusto y una regañina. Hacía mucho frío, no había nada que calentara. Lo primero por la mañana era oír misa entera que decían y estábamos más de la mitad del tiempo, que era alrededor de una hora, de rodillas, derechos, sin apoyar el culo en los zapatos, y si lo hacías, te daban un tirón de las patillas o de las orejas. Con pantalones cortos se quedaban las rodillas tan frías que costaba ponerse de pie y dolía bastante. Cuando mejor lo pasábamos era en el recreo. Jugábamos al fútbol con pelotas que los niños podíamos llevar. Unas más pequeñas y otras más grandes. Nunca un balón. Lo que más usábamos eran unas de goma un poquito más grandes que las de tenis. El equipamiento, lo mismo. Había con alpargatas, botas, zapatos. A muchos le asomaban los dedos. Otros no jugaban para no romperlos temiendo a presentarse en casa. Había temporadas de bolas, de trompo, de caillas tal como suenas, cromos. La de las bolas era la más intensa y se movía algo de dinerillo. Las bolas de barro tenían dos medidas: la grande (bolón) y la pequeña (bolilla). Dos bolones: una perra gorda (10 céntimos) ó cinco bolillas: una perra gorda. Luego había bolas de cristal, de plomo, de níquel ó hierro. Su precio se trataba y se regateaba hasta ponerse de acuerdo. El juego se tenía unas reglas. Se hacía un triángulo de unos 12 ó 15 centímetros en el suelo, según los niños que había. Una raya larga a dos metros aproximadamente del triángulo. El juego consistía en que cada jugador ponía dentro del triángulo las bolas que se pactaran. Luego, desde el triángulo cada uno tiraba hacia la raya según el orden que se había pedido: primero, segundo. El que quedaba en la raya ó más próximo tiraba primero hacia las bolas que había en el triángulo y las que sacaba fuera las había ganado. Si la bola de tirar se quedaba dentro del triángulo las que había sacado tenía que ponerlas dentro y quedaba eliminado de aquel juego. Si no habían se tiraba hacia el triángulo desde la posición que había quedado su bola. Había un niño mimado con mucha influencia que no compraba bolas. Cuando estábamos jugando cogía las que le gustaban y se las quedaba. Por temor a las consecuencias no decíamos nada. Nos decían que si pegábamos a aquel niño nos metían presos. Como mis hermanos eran ya adultos, yo les pregunté si podía pegar a ese niño, pues me quitaba cosas como bolas, lápiz, gomas. Les dije quien era el niño y me dijeron que antes de pegar se lo dijese a los padres (curas) y si seguía igual que le pegara, que no me pasaría nada. Así lo hice. Me cogió una bola, se lo dije al Padre Pedro y me dijo: «es que es muy travieso». Así se quedó la cosa hasta que puse la bola más bonita y buena que tenía en el momento. La vió, vino y la cogió. Se la puso en el bolsillo. Le pedí por favor: «dámela que es mía» y él me dijo: «era tuya, ahora es mía». No sé si fue la bofetada más bien dada que se ha dado. Fue la única. Pero que a gusto me quedé. Las consecuencias: dos días sin salir al patio al recreo y escribir muchas veces: «no pegaré a nadie más». Aquel niño me devolvió la bola y no cogió más cosas a nadie y terminamos siendo buenos amigos mientras duro el colegio. Yo estuve con cuatro curas. El Padre Pedro nos enseñaba el abecedario y las tablas, las colgaba en la pared y con una vara o puntero iba apuntando a las letras y un coro de niños de veinte o más las íbamos diciendo. Si no estabas atento te decía que eras un bobo o te daba con el puntero en la cabeza. Cuando hacía mucho frío nos ponía a correr por los claustros para que nos calentáramos. Para volver, hacía una o dos palmadas y cada uno se ponía en su sitio. Silencio absoluto. A pesar de la rectitud que había era muy cariñoso. En el recreo se sentaba y si nos acercábamos a él le cogíamos la mano y preguntaba por los hermanos mayores. Se acordaba de todos los que habían estado con él. Nos decía que cuando ellos estaban en clase eran tiempos muy malos. Explicaba que cuando llovía por la tarde no iban muchos porque yendo a casa se mojaban y no tenían ropa para cambiarse. Decía que ahora pasa, pero menos. Tuve una anécdota con él Padre Pedro. En mi familia le decían el Padre Cerezas y algunos vecinos pensaban que era porque con el frío siempre llevaba una gotita colgando de la nariz. No era por eso. Mi familia tenía una huerta (El Peñoncillo). Habían plantado un cerezo, el cual echó en su primera cosecha dos cerezas muy grandes. Yo, un día que fui a llevarle la comida, sin decir nada, cogí las cerezas, las guardé liadas en un papel y por la tarde se las llevé al Padre Pedro. Se puso muy contento. Se las comió. En mi casa todos hacían comentarios de las cerezas. Se las habrán comido los pájaros. Entre todos, unos sospechan de otros y ninguno había sido. Yo, sin decir nada. Mi padre decía que las estaba dejando madurar bien. Una para él y otra para mi madre. Así se quedó el misterio. Pero unos días después se encontró mi padre con el Padre Pedro y el cura Sánchez y le dijo: «Antonio, muy buenas las cerezas, pero me supieron a pocas. Sólo me has mandado dos». Mi padre se lo explicó y los tres se «jartaron» de reír, estaban en los Caños de las Monjas. Por eso le llamábamos cariñosamente el Padre Cerezas. |
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