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Mitos y leyendas de nuestro pueblo, Archidona

  • El Yennun del Peñón del Gallo

    • José Luis Solís Sánchez-Lafuente



Los bereberes tenían grandísimo respeto a los yennun (duendecillos) residentes en los grandes árboles, peñascos aislados o en fuentes escondidas. A ello añadían un cuidadoso amor a los animales. Se sabe que, para el musulmán norteafricano, el yennun es un ser creado por Alá, intermedio entre los ángeles y el hombre. Los yennun toman distintas formas, y pueden presentarse con alas y volando, arrastrándose como los reptiles, yendo y viniendo sobre la tierra, como los humanos. Los hay virtuosos y que no lo son, y están divididos en especies. Unos yennun son tan puros que ni comen, ni beben, ni engendran; otros, sin embargo, tienen las mismas necesidades que los humanos.

Y bastantes de nuestros ancestros procederían de Berbería por lo que, seguramente, a los archidoneses algún gen nos quedará de los abuelos bereberes andalusíes. ¡A muchos hasta se nos nota en la cara!

Mi abuela Pura, en aquellas largas tardes invernales, oscuras y tristes de los primeros años cincuenta del siglo pasado, arrimados a la chimenea o arropados en la mesa camilla, para sosegarme de mi inclinación hacia el alboroto, me narraba historietas que a ella le había contado su abuela, según decía. De alguna de estas historietas aún me acuerdo, y contaré una, con la intención de que este relato tradicional nuestro no se extinga. Advirtiendo, y pido perdón por ello, que debido a mi falta de memoria haya tenido que “redondearla” con añadidos de mi propia cosecha.

Pero, sí es verdad que, desde entonces, cada vez que paso por “El Peñón del Gallo”, en la carretera de los Molinillos, recuerdo a mi abuela, mi niñez y a nuestro yennun o duende particular. ¡Lástima de tiempos!
Empiezo sin más:
Cerrad los ojos por un momento e imaginaos un río con abundante agua cristalina. Y en sus orillas altísimos álamos, chopos y sauces; que junto a sus gruesos troncos crecieran juncos, aneas y juncias.
Pensad también en pájaros de infinitos colores y trinos que se posaran, para descansar o anidar, en las copas de los árboles. En espaciosos remansos donde zapateros patinadores practicasen sus armoniosos ritmos. Y en los ojillos de las astutas y asustadizas ranas, asomando por entre las olorosas hierbas que alfombraban las orillas.
Que la claridad del agua permitiese ver los barbos y las bogas, esos peces que parecen no tener descanso. Y el fondo del cauce, donde guarecidos bajo las piedras, habitasen cangrejos negruzcos.
Y las libélulas: los silenciosos helicópteros de la naturaleza.
Grillos y chicharras cantando sin parar.
Y los golpetazos contra el agua de los galápagos.
¡Hasta nutrias!, dicen que hubo.
En fin, un edén.
A este bravo riachuelo lo llamaban los habitantes de Archibella el arroyo de Los Molinillos, por los ingenios maquileros que para moler grano habían construido en su ribera, aprovechando la vigorosa corriente de agua.
Para llegar hasta el río y a las huertas aledañas los habitantes de la villa construyeron una zigzagueante vereda, pues sus casas estaban en lo alto de una montaña de profundos barrancos y abruptas torrenteras, desparramadas alrededor de un altivo castillo protector.
Pasado el puente segundo, en una cerrada curva del estrecho sendero, y a su misma vera, había una solitaria piedra puntiaguda, muy negra y alta, como de unas o seis o siete varas.
En Archibella decían que en las noches nubladas y oscuras, cuando los arrieros y caminantes pasaban junto a ella escuchaban cantar a un gallo con gran estridencia.
¡Que jamás nadie vio!
Se comentaba que el misterioso canto lo hacía, como burla y para sorprender, un duende —yennun— locuelo y bromista, pero de buenas intenciones, gozón de aquellos bellos parajes.
¡Que jamás tampoco nadie pudo ver!
Aseguraban que el duende se había marchado de su casa años ha, aunque misteriosamente la chimenea seguía vomitando humo, un día blanco y otro negro, de noche y de día, sin parar.
En Archibella llamaban a esa solitaria y humosa morada la Casilla del Duende, distante del puente y del picudo peñón como otra media legua, siguiendo el curso del río.
Con el paso del tiempo, los habitantes de la villa se acostumbraron al canto del gallo invisible y al misterioso humo, dejando de sorprender las chanzas de aquel duende nocturno, inoportuno e imprevisible que, de vez en cuando, gastaba inocentes bromas. Esa falta de atención popular hizo que los más jóvenes del lugar desconociesen el nombre y el lugar exacto donde se hallaba el misterioso pedrusco.
Los sabios de Archibella achacaron el desconocimiento a que había llegado a la villa, por fin, la modernidad.
Y con ella se generalizó la tala de chaparros, quejigos, coscojas y juagarzos que poblaban los montes circundantes. Mientras, grandes piaras de cabras no dejaron de engullir glotonamente el sotobosque, arrasándolo.
El río fue perdiendo poco a poco caudal por el despilfarro de agua y la devastación de la flora ribereña.
Se avecinaba el desastre, pero nadie lo vio llegar.
¡O no quisieron verlo!
Al parecer, interesaba más la recién estrenada modernidad.
Los necios creyeron que la felicidad y el progreso humano consistían en ser ricos a toda costa, poseyendo de todo al precio que fuese.
Pero el duende, juguetón y feliz, aún permanecía correteando siglo tras siglo el entorno de su querido Peñón del Gallo, como los más viejos del lugar nombraban a aquella misteriosa piedra negruzca.
Mas llegó un día en que se sintió humillado debido al desinterés de los modernos viandantes, que cruzaban velozmente en sus carromatos aquel paraje, antaño encantado.
¡Y el canto del gallo ya no lo escuchaba nadie! O le pareció a él que no lo escuchaban…
Por eso, el duendecillo se propuso recuperar su protagonismo perdido.
Sobre todo, deseaba mostrar a los humanos que sus poderes mágicos seguían intactos, demostrándoles que la modernidad no estaba reñida con la fantasía y el amor a la vida campestre.
Ideó un plan que pondría en práctica de inmediato: transformó su invisible cuerpecillo en un gran ovillo de hilo rojo, al objeto de que llamase mucho la atención de los viandantes, colocándose en el centro del camino. Pasaron horas y horas y nadie lo recogía, pese a su gran volumen y a su encendido color escarlata. Con la prisa que había traído la modernidad nadie se detenía, aunque lo viesen: “¡Por un ovillo de hilo, aunque sea muy gordo, yo no paro!”, decían.
Al cabo de un buen rato, por fin, el duende vio a una viejecilla que, con paso cansino, cruzaba el puente. Y pensó: “a esta pobre abuela le puedo ser muy útil. Denota por su aspecto que es muy pobre. Si me acogiese, yo, a cambio, podría hacerme amigo suyo favoreciéndola con mi magia”.
La caminante se agachó lentamente cogiendo el abultado ovillo con la intención de meterlo en la talega que llevaba en su hombro, pero al tiempo preguntose: “¿Pero, para qué quiero yo tanto hilo rojo si ya no veo ni la aguja y sólo poseo este vestido negro?” De inmediato, la anciana volvió a poner el madejón donde lo había cogido; esto es, en el polvoriento suelo.
El pobre duende a pesar de haber sido despreciado, sacando del fondo de su ser más amor se convirtió, con toda la celeridad de que fue capaz, en un precioso chivito blanquísimo, de pelaje brillante y lustroso.
La pobre mujer quedó maravillada por el prodigio, pero pronto reaccionó volviendo a interrogarse: “¿Para que necesito yo un chivo?, con la de leche que debe tragar, y siendo pobre... Además, ¿donde lo alojo? Si sólo dispongo de una pequeña habitación. Será mejor dejarlo también aquí, a otra persona podrá serle de provecho”.
El duende, enojado, no pudo tolerar aquella acción, que aseguró sería el último desprecio que le harían los humanos, y como no estaba dispuesto a aguantar más ofensas, con la magia que le caracterizaba transformó su hociquillo de chivito mamón en unas descomunales fauces de puntiagudos y afilados colmillos, mordiendo con toda su fuerza la mano de la viejecilla, preguntándole a su vez, con voz gritona:
“¿Cuando tu madre te parió, tenías los dientes como yo?”
Pero el mordisco del encorajinado duende apenas molestó a la anciana, y el espantoso grito ni lo oyó.
¡En su mente no había quedado lugar para la utopía!
A partir de entonces nada más se supo de aquel extraordinario ser. Un tristísimo silencio sustituyó al cantarín gallo.
Luego pudimos averiguar que, en el momento en que la mano de la desprevenida viandante fue mordida, el humo de la chimenea de la Casilla del Duende dejó de salir y con el paso del tiempo se derrumbó, viéndose aún hoy esparcidos en pequeños montones los escombros de aquella casita, donde antiguamente moró la fantasía y la quimera popular.
Al cabo de los años de ocurrir estos episodios, las riberas del arroyo y todo su entorno fueron devastadas por potentes y descomunales máquinas, conducidas por hombres sin rostro.
Y los Corregidores Mayores del pueblo, por fin, durmieron tranquilos creyéndose que habían hecho algo útil, cuando aquellos forasteros comenzaron a sacar en gigantescos volquetes millones y millones de toneladas de piedras verdosas, que habían permanecido dormidas desde el inicio de los tiempos en las entrañas de aquel vergel, ahora desnudo, destripado y herido de muerte.
Pero que en la antigüedad había sido muy feraz y hospitalario para animales, plantas, humanos y yennun.



 

 

 

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