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Relatos Cortos

  • El placentero trancazo

    • José Luis Solís Sánchez-Lafuente


Nació por donde, como y cuando nacen los mamíferos racionales. Su madre y el boticario del pueblo lo amamantaron hasta que los pezones y la cartera familiar lo aconsejó, debido al incontinente mamoneo del bebé, ya grandote y de firme dentadura.
Los comienzos del infante fueron difíciles, por lo que la preocupación de su progenitora comenzó a aflorar, al percatarse que movía con gran agilidad sus largos deditos de las manos, siendo en cambio los de los pies apenas rígidos esbozos.
Con el paso del tiempo comenzó a producir ruiditos guturales, que los cariñosos familiares le reían a carcajadas, y pronto a nuestro protagonista se le entendió decir algo así como: ¡web,web!
Pero la felicidad familiar, como es natural, no podía durar eternamente. El párroco del pueblo, con la severidad que le caracterizaba, sentenció ante las atónitas hembras de la familia, que el niño no podría prepararse para recibir la primera comunión, porque no había sido bautizado y, además, sólo bisbisaba de forma casi imperceptible los consabidos vocablos web, web, web que no le sonaba a léxico católico, sino más bien protestante o, a lo sumo, anglicano. Las desconsoladas lágrimas de las devotas mujeres no lograron ablandar aquella torre davídica.
Estos asuntos tan trascendentales no podían seguir así, pensaron conjuntamente. Y para arreglar el entuerto echaron mano a una vecina, exclaustrada hacía tiempo del convento de las Esclavas Oblatas de santa Rita, que trabajaba como auxiliar de clínica en el principal hospital de la ciudad. Esta instruida y casi virgen mujer —no lo era del todo, según su recta conciencia, porque una vez, siendo joven, dio un beso con regodeo a un varón— sabía de memoria las cuatro reglas aritméticas, alguna parte de la Gramática Castellana del profesor Miranda Podadera y los catecismos completos de los padres jesuitas Astete, Vilariño y Ripalda, así como el santo Rosario y su correspondiente letanía en latín, amén de los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia, los catorce Artículos de la Fe y, como no, el Confiteor entero. Y para que entrara como empleada fija en el Hospital Provincial intervino el Arcediano de la catedral, cuñado del Lugarteniente del Vicesecretario Provincial del Movimiento, que en realidad era el que controlaba el cotarro político administrativo provincial, en aquellos tiempos en que los españoles marchábamos marcialmente acaudillados.
Nada más ser informada, esta piadosa mujer puso manos a la obra para intentar resolver el gravísimo problema que aquejaba a aquella humilde familia. ¡Pero negligente y atea! A su entender.
Al cabo de no pocas semanas, luego de consultarlo con su confesor, sentenció que el abuelo como cabeza de familia debería visitar al cura párroco para solicitarle el bautismo general del pequeño clan, aún sabiendo como sabía que había sido cabo de la Guardia de Asalto durante la II República y destacado militante Radical. Y para aumentar aún más la preocupación, resultó que para la Iglesia Católica y Apostólica su matrimonio no era más que un amancebamiento: se había casado con la abuela por lo civil en aquellos oscuros años republicanos.
El pobre viejo accedió sin rechistar la orden, pues de ello podría depender el porvenir de su nieto, temiendo que le pudiesen reprochar, antes o después, su egoísta amor propio de descreído.
Toda la familia se sacramentó, y parcialmente la madre del niño, que no precisaba del matrimonial porque había quedado fertilizada accidentalmente, al asearse en el bidet de un prestigioso hotel de la calle Camas malagueña.
El cuarto problema surgió rápido, porque la única expresión oral del chaval seguía siendo los consabidos monocordes web, web. Al respecto, el equipo directivo del colegio al que lo llevaron, dictaminó que el escolar podría padecer una bradipsiquia generalizada, aunque quizá estuviese acompañada de una atimhornia, algo aminorada por una clara timia. Claro, dijeron los maestros, estos problemas deben dictaminarlos psicólogos o psiquiatras, aunque quizá nosotros con paciencia y tiempo podríamos corregirlo de forma natural. Aunque “delegación” no aceptaría tal cosa. Pero para los familiares, citar a “delegación” supuso una amargura más, porque intuyeron que a esas alturas administrativas la piedad ni se conoce.
El psicólogo al que llevaron el niño, una vez estudiadas las características del síndrome, se formó tal embrollo en sus conclusiones que terminó recomendando, con letra muy menuda y confusa en la parte inferior de la factura que les endilgó, la necesidad de visitar sin tardanza un psiquiatra.
¡El psicólogo padecía una grave anosognosia!, según diagnosticó, con queda voz y arqueando la ceja izquierda, la habitual acompañante, reputada y ortodoxa consejera.
El psiquiatra donde fue llevado tenía un despacho que debiera describirse. Luz tenue y difusa para los clientes, iluminado en cambio el rostro del científico, que resaltaba aún más sus facciones huesudas y demacradas, así como su abundante pelo blanquísimo y encrespado. La mesa, grande, construida de cristal y madera palo santo. Colgados en las paredes de la amplia estancia se exhibían diplomas, galardones, cartas y felicitaciones; medallas universitarias y congresuales, enmarcados con primorosos marcos de nogal. Pero no había crucifijo ni imagen celestial alguna, lo que desazonó bastante a la piadosa madrina que en aquella ocasión también acompañó a la familia. Ya les había advertido, al entrar, que aquel docto especialista podría llegar con su enrevesadas prácticas incluso a hurgarle en el alma. Aunque ella sabía a ciencia cierta que el alma es inmortal e inviolable.
Una inmaculada bata blanca corta, pantalones de lana gris con pequeños circulitos más claros y unos zapatos de ante marrón, completaban el impecable terno. Al chaval lo colocó en un podio forrado de terciopelo rojo y con grandes borlas celestes, una en cada esquina, situado al fondo del despacho, e iluminado con otro foco de luz blanca brillante alternante con otra de intenso violeta. Sin pestañear, y una vez que supo las características del misterioso síndrome, miró al enfermito fijamente por encima de sus pequeñas gafas doradas. Aquel eminente médico (nombrado por sus dos apellidos completos, como generalmente se nombra a los médicos afamados) sentenció vehementemente que sin perder ni un segundo había que aplicarle ciento sesenta y ocho sesiones de electroshoks, pero de los postulados por Hugo Cerleti; distribuidos en tres semanas, a ocho por día, pues así lo prescribían los más recientes estudios de los eminentes profesores López Ibor, Vallejo Nájera y Vallejo-Nájera Botas (ya mostraba tres apellidos).
Y manos a la faena.
Pero las grandes obras humanas nunca están exentas de ciertos riesgos y así, cuando llevaban veintiséis sesiones, comenzaron a presentársele ciertas alteraciones de la cenestesia, con alucinaciones erotomaniacas y extrañas sensaciones de como si fuese masturbado, sin que el pobre enfermito hubiese conocido aún en que consistía esa placentera práctica. Para aminorar los posibles efectos perniciosos para el alma, la consejera insinuó al doctor que se aumentase la intensidad de aquellos “calambrazos”, en su sencilla expresión. Y el médico accedió, sin apenas objeciones.
Con el ritmo prescrito y a partir de la centésima sesión, se le presentaron a nuestro biografiado unos rarísimos síntomas, con preocupantes transformaciones morfológicas. Se disparó la formación de grasa subcutánea, y el sistema piloso se fue atrofiando; como el genital.
Pero como la ciencia lo tutelaba de cerca, y casi de inmediato, un afamado endocrinólogo le diagnosticó lobengulismo, rara enfermedad que se manifiesta estadísticamente en el dos coma cero cuatro pacientes por cada treinta y siete millones de personas; esto es, la población de España por aquellos años. Sin curación posible.
Al continuar con los electroshoks, el joven comenzó a articular cortas sílabas que, si se analizaban con detenimiento, a lo mejor pudieran significar algo coherente. Y eso fue lo que hicieron sus familiares conjuntamente con la caritativa vecina. El paciente decía machaconamente: de, bit. To, pos, sess. In, put. Out, put.
Y como casi siempre ocurre en estos casos desesperados, gracias a una vela que la madre encendió a la imagen de la Virgen que alguien había entronizado en el hueco de la escalera de acceso a la clínica, y por mediación de una joven británica, maciza y de cornalona pechera (cornigorda en cuanto al grosor y veleta en cuanto a la dirección), que de tapadillo visitaba al sabio galeno de cuando en cuando, pudieron saber que nuestro paciente nombraba, en inglés, aunque de forma incipiente, los principios contables inmutables del debe y el haber, así como otros conceptos estadístico-económicos. Luego, y de sopetón espetó de corrido: “hardware… software”, seguido de los consabidos web, web, que la inglesa tradujo al castellano como instrumentos, cacharros, prospectos; tela de araña, red de computadoras entretejidas…
Pero, por aquellos tiempos, en España aún estábamos maridados con los italianos de las máquinas de escribir Hispano Olivetti.
El asunto se complicaba. Y así llegó el décimo tercer problema.
No obstante lo anterior, en el Madrid de los primeros años setenta había solución para todo. De prisa y corriendo, nuestro biografiado fue inscrito en la afamada Academia Caballero, de calle santa Bárbara que, en un santiamén, lo inició en el mundo de las ciencias físicas, químicas y matemáticas. La gramática castellana, la geografía y la historia. Y por si le hacía falta con miras al futuro, se le instruyó también en el significado de los “Gritos de rigor”; de la consigna “Por el Imperio hacia Dios”, de que el Caudillo era como “un héroe hecho padre” y de la verticalidad de los sindicatos. Asunto espinoso en el que nuestro joven se resistía a entrar de lleno. De las enseñazas religiosas se encargó, como no podía ser menos, su madrina que lo introdujo en lo más profundo del aún reciente debate conciliar: en la santa y esclarecedora pugna entre el cardenal holandés Suenens y el italiano Ottaviani. En las vicisitudes ecuménicas del eminentísimo Lázaro Agagianian y del altísimo y brillante papel que desempeñaron los cardenales españoles, como lo fueron igualmente en Trento, algunos de ellos asesorados sabiamente por el químico y farmacéutico don José María Albareda y Herrera, Procurador en Cortes y destacado sacerdote, numerario del Opus Dei.
Claro, para este trajín hubo que vender la casa familiar y una hacilla de olivar que poseían en el perdido pueblo andaluz, trasladándose definitivamente a la capital de España.
Se instalaron en el madrileño Barrio de la Concepción, nombre muy acorde con el legendario y accidental engendro del joven en el bidet, a pesar del lavado genital con auténtico jabón Lagarto y la eficaz desinfección del Lizól.
Por aquél entonces los madrileños se sentían como lo que eran y les correspondía en la jerarquía ciudadana de la vieja Hispania. Eran capitalinos y como tales se expresaban en Castellano, pero como les daba la gana. Los demás españoles eran “de provincias”, y por eso ellos podían decir en exclusiva Madriz, porái, morros, la dije, Coruña o Palos de Moguer, y como taco menor: jolín, por citar algunos ejemplos. Nuestro joven, para no ser menos y no seguir haciendo el ridículo, se acostumbró pronto a hablar fino, cambiando al pronunciarlas las casi dobles eses por las más elegantes ces. El problema surgió cuando indiscretamente se le escapó y dijo que era andaluz: “andaluces: ¡Fuleros!” Respondieron a coro sus compañeros del colegio privado san Estanislao de Kotska, donde había sido inscrito para estudiar el bachillerato internacional, dada su facilidad natural para el inglés.
Pronto, los profesores y psicólogos del colegio notaron la inclinación natural del educando por la contabilidad y por la aún incipiente informática. A cada instante pintaba, en la libreta escolar, una raya horizontal y en el centro de ella otra vertical. Y con toda la solemnidad de que es capaz un contable en ciernes, ponía en mayúsculas los consabidos: debe y haber, al principio y al final del trazo horizontal. Para más claridad respecto a la gran vocación natural por estas dos materias, su madre con la que aún dormía, aunque en camas diferentes, se sobresaltó más de una vez cuando de madrugada, dormido, vociferaba: “efectos a pagar”, “proveedores”, “librador, librado”, “método hamburgués”, sin haber estudiado aún contabilidad.
Nuestro protagonista se libró de servir a la Patria: nada más verlo en la Caja de Reclutas lo mandaron para su casa. Daba hasta pena mirarle el escroto y el pene. Las cejas, su cabeza y la cintura, así como los desaforados pies. Con un simple vistazo lo despacharon para el pueblo, sin practicarle pruebas ni impertinentes preguntas.
Del san Estanislao pasó sin ningún problema a la Escuela Universitaria de Comercio, donde con altísimas calificaciones consiguió el título de Perito Mercantil. Dado el gran triunfo académico el abuelo, abrochándose el cinturón un ojal más, pagó un suculento cocido en Lhardy. Decían que allí se comía el consomé mejor cocinado y más caro de España. Había escuchado que necesitaban para su confección un kilo de carne de vaca retinta, otro de jamón serrano, un capón y un kilo de verduras frescas por cada tres litros de agua, así como gramo y medio de azafrán en hebra, quince granos de pimienta negra y una cabeza de ajos con los dientes mondados. Pero la verdad era que el abuelo se enteró, no se sabe donde, que allí provocó un “lamentable” incidente la promiscua Isabel II y también había servido para fundar, o casi, entre paté, cocido y vino tinto de la casa, la primera y la II República española a la que él tanto amó. Y ya le quedaban seguramente muy pocos días de vida. Ni que decir tiene que también asistió al ágape la ex-esclava-oblata, madrina y casi tía que de tan satisfecha como estaba se zampó nada menos que dos consomés y otras dos raciones de arroz con leche, sin que fuese posible que probase los garbanzos pedrosillanos andaluces, el repollo de la huerta valenciana, la morcilla asturiana, el chorizo segoviano, el lacón gallego y el tocino murciano, amén de gallina del Ampurdán, el agua del Lozoya y la sal de San Fernando, pues así dicen que se hace allí el afamado cocido que sirven. En cambio, consintió la tía adoptiva que el ceremonioso camarero, ataviado de negro con camisa y delantal muy blanco y ajustado, escanciara en los consomés un pequeño chorrillo de solera vieja, que expresamente traían de las bodegas Blázquez de Jerez.
Con su flamante título universitario en la cartera, nuestro amigo pateó todos los bancos, cajas y cajas rurales asentadas en la capital, dejando su brillante currículum. Pero pasaron días y más días y no fue llamado por nadie.
“¡A los bancos y a las cajas no se entra por tener un brillante currículum, se entra por un buen enchufe, como siempre! En esos negocios no te pagan para que pienses ni decidas a la vista de un balance. Si tienes los dedos ágiles para escribir a máquina y llevas corbata, eso sí, anudada a diario, se conforman”, le espetó despiadadamente un compañero de la escuela universitaria.
Aunque parezca mentira, aquel desbocado y mal compañero le había facilitado la clave del asunto.
Velozmente fue al establecimiento que en el centro de la villa y corte tenía un amigo. Era un establecimiento bien decorado, minimalista, con espejos fabricados con tan alta tecnología que los que se miraban en ellos apenas podían percatarse de las arrugas de sus maltratadas epidermis. Alargó las manos a su amigo, que comenzó como de costumbre alabando sin mesura sus bellísimos dedos, largos y ágiles, coronados por uñas alargadísimas de natural y rosada porcelana. Durante todo el rato hablaron de meteorología y de los muertos en las carreteras, de los socavones que día sí y día no se abrían en las calles céntricas de Madrid. También salió a relucir, para eso fue al establecimiento del estilista, del problema que tenía para que se le emplease en alguna entidad de crédito. Terminó pidiéndole, con brusquedad pero con absoluta franqueza, que le ayudase a encontrar trabajo, pues sabía de la calidad de sus clientes, algunos de ellos encumbrados en las altas finanzas.
Mientras charlaban del grave problema personal, entró en el establecimiento una señora como de unos treinta y cinco o cuarenta años, delgada y morena. De aspecto distinguido y mirada bella, pero vaga. Nuestro amigo fue informado de inmediato que la señora procedía de distinguidísima y rica familia hispano-filipina, separada ya de un marido y casi de otro. Con hijos de ambos y que, al parecer, por aquellos días se las entendía con un alto directivo bancario.
¡Jolín, que buena ocasión!, se dijo nuestro biografiado. La elegante señora, a pesar de su aparente falta de visión, se percató de la extraordinaria belleza de aquellas manos, quedando cautivada por las uñas de porcelana. Para observarlas mejor se acercó al sillón ocupado por el técnico mercantil, dada la amistad que le ligaba al profesional de los peines y tintes.
Como sin quererlo, pero adrede, nuestro atribulado joven le espetó sin miramientos: “señora, urgentemente necesito entrar a trabajar en el banco que preside su amigo don Miguel. Usted puede hacerlo, y de hecho sé que lo hará. Señora, ¡me pongo en sus manos! ¡Me encomiendo a usted, nada más que a usted! Por favor…” No pudo continuar; se le rompió la voz.
Sin pensárselo, la gran dama asintió a la vehemente y dolorida solicitud con un ligero movimiento afirmativo de cabeza. ¡Se había quedado prendada de aquellas uñas¡ Sacó de su Loewe de piel de pecarí una delgada Dior dorada, para garabatear en una diminuta tarjeta, ligeramente rosada: “Cariño, atiende al portador, te recompensaré mañana cuando nos volvamos a ver donde tú sabes. Un beso”
La pequeña cartulina le abrió de par en par las herméticas puertas del banco. De inmediato comenzó a trabajar como jefe de logística en el estratégico departamento de valija.
La noche antes de incorporarse a su puesto de trabajo no pegó ojo. Soñó que la contabilidad y el inglés se le habían olvidado. La gastroneuría que padeció al entrar en la universidad le volvió y los nervios le destrozaban el estómago. Las alteraciones de la cenestesia se reanudaron, pues a pesar de poseer los genitales más pequeños que su urólogo había visto en su vida profesional, los orgasmos fueron aumentando desmesuradamente en duración, intensidad y periodicidad.
En el banco, y a los pocos días de estar calentando el sillón, súbitamente sintió como si le envolviese el cuerpo una llamarada abrasadora pero agradabilísima, acompañada por demoledor trancazo, que le recorrió desde las uñas de los deformes pies hasta la cabeza, erizándole el pelo que le quedaba. Su faz quedó petrificada formándosele rictus de gárgola que padeciese satiriasis. Nuestro jefe de valija quedó exhausto y sin respiración, a la vista de lo cual una subordinada entradita en años se ofreció a reanimarlo practicándole un boca a boca completo, con lengua y todo. Pero no hizo falta. Súbitamente repitió el espantoso espasmo tres o cuatro veces.
El infeliz dejó de existir, sin haber podido siquiera recitar fervorosamente una jaculatoria, de las muchas que le había enseñado su madrina. Marchándose de este mundo como había llegado: musitando quedamente web. web. web.
El médico de empresa aconsejó que se le practicase la autopsia y la Comisión Ejecutiva del banco, el Comité de Empresa y los sindicatos, para evitar suspicacias, también la exigieron.
El resultado de la exploración forense fue categórico y sin la menor duda. Nuestro biografiado había muerto de un fatal multiorgasmo administrativo, inducido por un padecimiento crónico de priapismo indetectable, dada la pequeñez del miembro viril.
Que según los doctores aniquila la vida de uno por cada treinta y ocho millones de oficinistas, cifra que casualmente coincidió con la población de nuestro país en aquel año.
Descansen en paz él y su abuelo, que lo acompañó también en el trance final, falleciendo precisamente aquel primaveral catorce de abril, de sus efemérides la más querida y añorada.
Una rosa roja, recién cortada, y anudado al largo tallo un lazo de color morado jamás faltó en sus respectivos nichos, en el cementerio de su olvidado pueblo andaluz. Allí nadie supo nada, pero todo el mundo se enteró.



 

 

 

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