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Anécdotas IES Luis Barahona de Soto

  • Facundo Pelitos

    • José Luis Solís Sánchez-Lafuente
Para los que comenzamos los estudios medios en el Instituto Laboral de nuestro pueblo en el curso1951-52 —aún sin nombre, ni casi libros de texto y con el ruinoso edificio lleno de albañiles—, la figura de Facundo Pelitos (¿Miguel Romero?) fue crucial.

Como principio, nos prohibieron que lo motejásemos llamándolo “portero”, había que dirigirse a él con el tratamiento respetuoso que se le debía a un ujier o bedel, sustantivos novísimos para la mayoría, y cuyo significado desconocíamos.

El culmen del personaje llegó el día en que apareció vestido con un uniforme azul marino de solapas cruzadas y gruesos botones de brillante latón, con el escudo nacional. ¡Luciendo al final de las mangas unos anchos galones dorados formando ángulo recto! Y para salir a la calle, o recibir solemnemente a las autoridades, una gorra de plato acorde al uniforme, con la enseña bordada y su correspondiente barboquejo dorado plegado. La verdad es que, de entrada, a muchos nos descolocó. Ya se sabe que un español con una gorra de plato bien encasquetada es arquetipo de autoridad, pero sobre todo para los de mi generación. Facundo, desde entonces, lo fue para todos nosotros.

Cuando llegó la primavera, nuevamente nos sorprendió cambiando el color del terno (también con chaleco abotonado de metal dorado) azul por gris, idéntico en formas, pero sin gorra. Asunto que a muchos nos desasosegó, dado los sabidos “solarines” primaverales de nuestro pueblo.

Facundo era blanco, blanquísimo de tez, que parecía ejecutada por un consumado papirofléxico con papel de barba. Sus arrugas eran perfectas y simétricas a ambos lado de la cara, de los ojos no me acuerdo, y su tono de voz más bien chillón y algo atiplado. Lo de “pelitos” aclara, sin más, el estado de su cabeza.

Al Director del centro, el salmantino don Carlos Álvarez Quirós, muy tiquismiquis en cuanto al habla, se le presentó un grave problema; Facundo era analfabeto integral, y su léxico se reducía al aprendido jornaleando, como cientos de archidoneses de entonces.

Con el tiempo se ganó a pulso el puesto con su reverencial trato a los profesores, aprendiendo, a la vez, a manejarnos con un talante más acorde al devenir de aquellos tiempos, pues no olvidemos que los españoles machábamos al unísono, acaudillados con virilidad y reciedumbre, según nos enseñaron en una signatura.

Sus cometidos no eran muchos, es verdad: procurar que no nos escapásemos del centro, llevar tizas a las clases, avisarnos de la finalización de los recreos en el patio (mediante dos fuertes palmadas y una exclamación, casi cantada, asomado a una ventana del piso superior), comunicar a viva voz que había acabado el horario de cada clase…, pero el fundamental y más difícil de ejecutar consistía en impedir que subiéramos a la tercera planta del edificio, donde aún no habían llegado los albañiles, vigilando como mejor pudiera las tres monumentales escaleras que conducían al piso superior. Por cierto, hace poco me llevé la desagradable sorpresa de que una de ellas, quizá la más bella, ha sido arrasada en la última remodelación.

Aquella enigmática planta era otro mundo. Para empezar, hay que decir que allí no había luz eléctrica. En una gran estancia quedaban varias docenas de libros desparramados por el suelo, los que no interesaron al eximio antequerano don José Antonio Muñoz Rojas, comprador de la biblioteca calasancia. En otra un carrete Ruhmkorff, un descomunal generador de electricidad por frotación y un sinfín de cachivaches, demostrativos del gran laboratorio de física que hubo allí algún día. Pero nos dio por llevarnos a nuestras casas los desparramados libros. Asunto gravísimo que solucionó con maestría don Juan Cómietre, profesor de religión y vicario arcipreste, organizando una confesión general del alumnado. Ahí caímos todos. Eso sí, no nos pudieron castigar por aquello del secreto de confesión. Menos mal. Y los libros volvieron a su lugar: el suelo.

La violación de la vedada planta quizá supuso un serio desdoro para la reputación de Facundo ante sus superiores, aunque él seguía esforzándose. Pero, a pesar de todo, continuamos subiendo al recién descubierto mundo nuevo, tan enigmático para nosotros.

En otro gran salón, aledaño a las camaretas donde se alojaron los internos del colegio escolapio, alguien encontró una bala de fusil, arrancamos una baldosa y, junto a la pared, aparecieron más. Seguimos arrancando y continuaron aflorando. La pólvora nos servía para hacer estallar barrenillos, escribir con fuego en las mesas, y casi todos nos colgamos de los cinturones “lo que mata” del proyectil, en el decir de aquellos cafrecillos.

Dadas las circunstancias tuvieron que subir, por fin, los albañiles.

Pocos meses después, unos golpetazos desaforados en la puerta del aula, donde don Carlos, el director, nos daba clase, dejaron a la vista de todos a un Facundo Pelitos demudado y más blanco de lo que era de por sí. Con el brazo estiradísimo, sujetaba con dos dedos ¡una bomba de mano!, exclamando a gritos que se la habían encontrado los albañiles e iba a pedirle instrucciones. Don Carlos, en vez de ordenarnos que nos tirásemos al suelo, perdió los nervios, y entre salto y salto, le ordenó que se la entregase a la Guardia Civil. ¡Bien hecho!, gritamos todos, saltando al unísono. Quizá, Pelitos, con aquella acción suicida perdió para siempre el merecimiento de lucir gorra de plato oficial.

Y con el tiempo le fueron ampliando embelecos: como cuando le ordenaron que fuese a buscarnos al arroyo de “Las Piletillas” donde capturábamos ranas, que un boticario nos pagaba a duro cada.

¡Qué no se me olvide! Un tribunal, casi encaramado en un altar, nos examinó oralmente de ingreso, entre sacos de yeso, tablas y vigas de andamios. Con anterioridad me había examinado en el Pedro Espinosa de Antequera, pero un maestro espabilado le indicó a mi madre que como el bachillerato aquel de Archidona era nuevo, nadie sabía aún si el aprobado antequerano me serviría para entrar en este. Y nunca mejor dicho, sufrí dos exámenes. Y cuantas fatiguitas pasé, con diez años, ante aquellos tribunales inquisitoriales.

En el curso de 1953 ( el 2º año), ingresaron un total de 38 alumnos. En junio suspendieron 11, aprobaron 13, notables 1, m. de honor 1. Y en septiembre suspendieron 2, aprobaron 8, notables 1 y otro no se presentó.

El horario comenzaba a las 9 de la mañana y finalizaba a las siete de la tarde, con un intervalo para la comida de hora y media. Los sábados santo Rosario a las tres y media, con su correspondiente letanía y jaculatorias para las intenciones de un amplio santoral, y santa Misa los domingos. Una vez al año nos purificaban con ejercicios espirituales, que duraban tres días. ¿Como me tomaría de en serio el asunto de la santificación de mi alma?, que en casa, a la hora de comer, fui preguntado por mi madre si iba a probar, al menos, la “boronía” que había cocinado, guiso que detestaba, respondiéndole gesticulando que no podía hablarle; se lo había prometido a la guapísima y sufrida Gema Galgani, mi santa favorita. Mi madre, pragmática ella, lo solucionó con un sonoro guantazo. Por ello, la joven Galgani se me presentaba todas las noches hasta no hace tanto. La santa se esfumó, quizá, cuando me acostumbré a dormirme acostado junto a mi mujer.

Mis gratísimos recuerdos para don Manuel Marcos Manzano, profesor de Matemáticas. Don Carlos Álvarez Quirós, de Ciencias de la Naturaleza. Señorita Ángela de Pablo Prieto, Ciclo de Lenguas. Señorita María Encarnación Gil Rodríguez de Rivera, Geografía e Historia. Organografía: don Francisco Muños Astorga. Talleres: don Cesáreo Rodríguez Jiménez. Formación Manual: don Feliciano González Castro. Dibujo: don Wladimiro Fernández Olalde. Formación Religiosa: don Juan Cómitre Ramos y Formación del Espíritu Nacional y Educación Física, don Diego Vázquez Díaz.

Fueron los primeros profesores del Instituto Laboral, los que sufrieron y gozaron intensamente con nosotros, los que con su constancia y saber nos regalaron las pautas para que pudiésemos ingresar en el mundo del conocimiento, que desde nuestro pueblo se vislumbraba inasequible para los débiles. Y ellos lo palpaban. De ahí su gran y caritativo esfuerzo.

Y que Facundo Pelitos descanse en paz, se lo tenía merecido y ganado. Fue todo un personaje, ¡con gorra de plato y galones dorados! , nada menos. ¡Cualquier cosa!

 

 

 

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