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Relatos Cortos

  • El cine de los amantes muertos

    • Sergio Berrocal
Salta el cine por las calles, sin necesidad de cámaras. Es la vida de todos los días, en un pueblo del fondo de España, donde se pierde la identidad de todos y comienza la de un puñado de gentes que desde la llegada de los árabes viven diferente, piensan diferente y son capaces de lo mejor como de lo peor.

Archidona es uno de esos pueblos cargados de historia, larga, ancha e imprescindible para entender el por qué de las cosas de esta gente que vive en el sur profundo llamado Andalucía. Desde hace unos años ha surgido un minifestival de cine, que seguramente pretende al glamur de otros sitios donde mostrar películas es toda una fiesta, un jolgorio plagado de trabajo. Lo peor es cuando se quiere ser preferentemente glamouroso y olvidan que enseñar el cine a la gente es un trabajo de todos los momentos.

Sales de un hotel lleno de encanto y enclavado en lo que fuera un monasterio con su cementerio privado y miles de fantasmas que corretean por las habitaciones persiguiendo a las malditas palomas que parecen a punto de protagonizar una nueva versión de “Los pájaros”. Hitchcock no ha sido invitado.

El calor se te cuela por el pantalón mientras en las calles empinadas como una pesadilla de Nochebuena vista y corregida por Dickens los coches, automóviles dicen los finos del pueblo, se hunden en un adoquinado que parece conducir al infierno y que no lleva más allá de coches aparcados como guardianes de los camaleones del fin de ayer. En la ensoñación del mediodía te imaginas a Steve McQueen rodando un nuevo “Bullit” con un Peter Yates sacado de los infiernos.

El motor ruge, Bullit pasa la velocidad y acelera. El Ford Mustang se encabrita y salta por el adoquinado de una calle empedrada por el tiempo y frena antes de llegar a la mitad de la Plaza Ochavada, ocupada por cuatro viejos que ya no tienen más fe en la vida que la que les da su corta pensión.

Steve Moqueen, que ha desenfundado por lo que pueda pasar, se acerca a un bar a tomarse una coca desnatada. Cuando vuelve a subir en su coche comprueba que las calles de este pueblo que vio pasar a sultanes enamorados y a adversarios castellanos imbuidos de su superioridad racial aunque comían con los dedos y se limpiaban en los faldones llenos de malos olores, son tan empinadas como una mala mujer.

Zumba el coche por este improvisado San Francisco, aquella ciudad de las mil cuestas.

Alguien comenta a Steve McQueen el significado de la singular montaña en forma de indio acostado y que sobresale de la vega de Antequera.

Le llaman, dice el pueblerino, y el actor escucha con la pasión del novicio metido en años, la llaman la Peña de los enamorados, porque muchos siglos atrás, cuando por las calles no se oía hablar más que árabe y español andaluz, cuando el inglés todavía no había sido importado por turistas a los que la historia les importa tres cominos. Siglos atrás, una princesa mora bonita como la vida y un castellano enamorado como sólo se está cuando se ama el amor de una primera vez, se arrojaron desde todo lo alto subidos en el mejor caballo que había en las cuadras del galán.

Era un amor proscrito. Las dos razas convivían pero con la prohibición de que entre ellos pudiese haber amoríos y menos aún amores.

Un viejo archidonés, que llevan en el corazón aquel amor imposible como si fuera cosa muy suya, me contó que cuando tropas árabes y castellanas, en un alto el fuego muy love story, llegaron hasta donde yacían los cadáveres de los amantes, oyeron un grito suave como el maullido de un gatillo. Uno de los soldados recogió de entre los brazos de la princesa mora un hatillo en cuyo interior había un bebé bello como la luna que ya estaba asomándose sobre el pueblo. Era una niña, tan bonita como la madre, que el soldado árabe se llevó a galope tendido en la grupa de su caballo mientras lloraba desconsoladamente.

Luego, siglos después, cuando los automóviles habían reemplazado a los caballos, cuando el amor iba y venía a ritmo de divorcio exprés, conocí en esta misma Archidona una historia de amor que poco tenía que envidiarle a la de los amantes de la Peña de los enamorados. Pero esto ya es otra historia, otro cuento que nunca contaré.

El caballero andalusí se llevó a la niña nacida de aquel amor imposible y nadie supo nada más. Pero las leyendas, como las buenas películas, tienen el fin maravilloso que endulza la amargura del corazón.

Y otro viejo reviejo que tomaba el sol en la barroca plaza Ochavada me aseguró que siglos después, el espíritu de los amantes de la Peña de los Enamorados sigue flotando en Archidona.

El mismo viejo enamorado de la luna me dio algún detalle más. Dicen que dicen, sin poder afirmarlo pero con posibilidades de que haya mucha verdad, que cuando el caballero árabe recogió a la niña fruto del amor desesperado entre la princesa mora y el oficial castellano, lo primero que vio al abrir el hatillo fueron unos inmensos ojos verdes.

Una noche de este año de otoño loco, en un bar de los alrededores, horadado en una cueva sin fin, la mirada de una mocita cruzó la mía. Tenía unos ojazos tan verdes como los que sorprendieron al oficial al pie de la Peña de los Enamorados. Sólo que ahora me miraban con sorna desde una mesa que al rato se esfumó en lo más profundo de la cueva.

 

 

 

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