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Listado de libros > Relatos Cortos | Índice de este libro | Instrucciones | Redactar Relatos Cortos
El taxi, silencioso e indiferente, enfilaba la cuesta de carretera enrevesada. Se sucedían las curvas con desgana. Cuando coronaron la primera cumbre de este Everest del recuerdo, la carretera se preparaba para la penúltima bajada, sin que el chofer reclamara su salario del miedo. A lo lejos vieron una enorme construcción en el caminillo que en años de guerra conducía a las parejas por la mano para achuchones y a veces hasta para la procreación salvaje de unas faldas que se abrían sobre dos piernas teñidas por el bronce del sol. El rincón de los enamorados de la Guerra Civil había dado paso a una inmensa explanada. El taxista, harto de la montaña rusa, anunció ufano: “Es la nueva cárcel”.
El pueblo, su pueblo de película, de la película que toda la vida se había proyectado variando los actores de acuerdo con el humor del día, a los jinetes del Apocalipsis del Oeste americano, con sus carretas y sus Winchester para volar cabezas de indios rebeldes. Otras veces, cuando el día no se presentaba demasiado terrible, se metía en Nueva York con un grupo de borrachos marinos entre los que Frank Sinatra llevaba la voz cantante. Había momentos que importaba poco de lo que tratase la película. Bastaba con que las imágenes de ese mundo lejano que llegaba de los Estados Unidos, desfilaran por la pantalla. Cerraba los oídos y componía el argumento que en ese momento necesitaba. Muy pronto aprendió que por unas pesetas era posible evadirse de todo lo que no le convenía. Moldear personajes a su gusto, dándole formas de gente que le rodeaba. Pocos buenos había en sus películas. John Wayne era su preferido. Y esa manera que tenía de cargar el Winchester con una sola mano… Cuando fue mayor supo, siempre por el cine, que había lo que se llamaba viajes iniciáticos, una cosa muy fina que él comparó rápidamente con los tambores lejanos que habían llevado a Cary Cooper hasta una playa de arena blanca. A medida que el coche sorteaba los adoquines del pueblo, llamó a algunos de sus amigos del cine para que le ayudasen. John Wayne ya no estaba para aquellos trotes, así que anduvo buscando entre los más jóvenes. Pero como el tiempo había pasado sin la menor piedad, obligándole a ser mayor, a enfrentarse con la vida, como le repetía el Coronel que no había soportado los tirabuzones que su madre le condenaba a llevar de pequeño, recurrió a otros. Los héroes sencillos y sin truculencias, que lo arreglaban todo con un beso casto o con un puñetazo de lo más viril, ya no le servían. A John Wayne había sucedido Marcello Mastroianni visto en “La dolce vita”. Aunque le fastidiaba que el italiano tuviese una actitud tan cínica, tan dolida. Pero cuando se percató de que Anita Ekberg estaba dispuesta a ahogarse sin remisión en la fontana de Trevi por su amor, adoptó también las gafas de montura gruesa. El pueblo de la infancia, adonde había realizado sin saberlo tantos viajes iniciáticos estaba en el mismo sitio. Eso sí, los personajes ya no eran los mismos. Nadie le reconocía en Archidona. Ni siquiera algunos señores con canas y pelo perdido en el esfuerzo que le miraron de una forma rara cuando él trató de hablarles del ayer. Hasta gente que había corrido con él por el paseo antes de que iniciasen sus primeras incursiones en las lindes del amor más inocente y juvenil le miraba con compasión. Los testigos habían muerto y él se encontraba tan solo como el pobrecito de Cary Cooper corriendo detrás de la novia Grace Kelly y de la honra que unos bandidos querían pisotear. Los bares a los que los mayores le llevaban cuando empezó a ser mocito con brillantina se habían convertido en tiendas chinas o en antros todavía peores. La casa donde había conocido las primeras llamadas del erotismo místico con un ramillete de primas maravillosas a las que les divertía verle convertirse en un hombrecito era una rutilante y estúpida tienda de aparatos fotográficos. La destrucción de su pasado había sido sistemática. Lo que no habían conseguido destruir los dos ejércitos que se enfrentaron en la Guerra Civil y que en el pueblo dejaron muertos como ejemplo de su estúpida impiedad, lo habían logrado cuatro albañiles adinerados echando abajo casas de blanca cal y zaguanes de harem. De todos aquellos lugares de su pasado, que era como decir de su presente, sólo había quedado una enorme casa donde su infancia había correteado entre el miedo y la esperanza. Pero sus amigos, sus cómplices, estaban en un cementerio siniestro de donde nunca salía nadie frente a las piedras ajadas y destruidas de un monasterio lleno de interrogaciones. Hacía años, otro viaje iniciático al mismo Marienbad sureño le había salido mejor. Cuando ya tarde vio las luces del pueblo corriendo por la vega de Antequera paró de nuevo el coche. Era la hora "de la fresca", como decían sus lejanos paisanos. Las terrazas de los bares se llenaban bajo el manto de estrellas que nunca faltaban a la cita. El paseo estaba a dos pasos. Veía brillar las lozas por las que de niño había correteado bajo la luz amarillenta de las farolas de siempre. Notó con cierta alegría que aparentemente pocas cosas habían cambiado, aparte las barandillas del paseo, punto estratégico de juegos de niños y de idilios de adolescentes. Los bancos de piedra seguían gastados por la paciencia del tiempo. Al otro lado de la plaza estaba la casa de sus tíos. Con ellos pasó algunos de los momentos más bellos de la niñez. Era una casa en la que el amor chorreaba por las ventanas. Con un gesto burlón, la prima le saludó con risa descarada de niña juguetona. Los ojos de la prima --¿cómo diablos se llamaba?-- no le perdían de vista, y le siguieron hasta que, sin saber cómo, se encontró entre dos sábanas frescas. El airecillo que de vez en cuando se colaba por la ventana reemplazó el habitual somnífero, por primera vez en Dios sabía cuanto tiempo. La persiana verde del comedorcillo era infeliz frente al plomizo sol del mediodía andaluz. Los ojos verdes se sonreían burlones: "Vaya manera de dormir...". El cuerpo era chiquito. Ella se agachó para besarle en la mejilla y Luis se sintió cortado por el olor a jazmín recién arrancado. El vestido de la prima se confundía con la blancura del sol. Pensó que la chiquilla era realmente atractiva. Sus ojos eran lo más expresivo. Taladraban con una pizca de seriedad y una mijita de impertinencia. Los senos que el sol radiografiaba eran duros, pequeños y orgullosos. Una visión que Renoir habría adorado. El vestido blanco de muselina transparentaba unas piernas morenas preñadas de la sensualidad de un apunte playero de Sorolla. Una noche apenas hablaron. Los ojos verdes habían perdido la risa. Estaban casi tristes. Las palabras casi no tenían sentido. Luis le decía lo bien que se sentía allí y lo penoso que sería volverse a marchar. Y para él se contaba que estaba viviendo un intermedio casi irreal. Sentía confusamente que muchas cosas habían cambiado para él. Hastiado de confesar al mundo llorón, de jugar al tiralevitas con esos personajes que le procuraban la carnaza para sus reportajes. Aquella noche, durante el ya tradicional paseo, se besaron como dos enamorados que descubren el amor, con el gozo de lo desconocido, con la angustia perdida de dos seres que quieren unirse en la profundidad del tiempo y del espacio. Y entonces en la pantalla apareció la palabra FIN mientras galopaban los títulos de crédito. |
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