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Relatos Cortos

  • La Escuela. Capítulo I

Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
"mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón"
Antonio Machado: Soledades

LA ESCUELA
Muchas veces he pensado que mi afición a la música y al canto debió de nacer en la escuela de Bórmigos donde nos pasábamos la vida cantando. Cantábamos los himnos del momento: Cara al sol y Montañas Nevadas. Cantábamos la tabla de multiplicar, los límites de España, los Ríos, las Cordilleras, las respuestas del Catecismo... Cantábamos canciones regionales del tipo de Asturias, patria querida. Y cantábamos, sobre todo, piezas religiosas como “De rodillas, Señor, ante el sagrario”. Piezas que luego ampliábamos con doña Pía en la hora de Catequesis, especialmente con “ Pequé, pequé, Dios mío”, que iniciaba todos los días la doctrina, porque para doña Pía el pecado andaba por todas partes.

La escuela de Bórmigos era un inquieto revoltijo de niños y niñas de todas las edades tan pequeño y concurrido que muchos pupitres de dos plazas estaban ocupados por tres alumnos. La maestra, doña Basilisa, multiplicaba sus fuerzas para atender a tan variopinto alumnado y, además de sentarnos agrupados por edades, dividía en tres columnas la pizarra, que era un enorme rectángulo negro pintado sobre la pared del fondo y bordeado de una franja amarilla, a modo de marco. En la columna izquierda de tan peculiar pizarra estaban escritos los números del uno al diez y las cinco vocales para que cada día las copiaran los pequeños, en la del medio, el abecedario completo y sencillas operaciones de cálculo o “cuentas” y en la de la derecha las operaciones más complicadas, las de los mayores: divisiones y fracciones a las que llamábamos “quebrados”. Arriba, en un recuadro de tiza, doña Basilisa escribía los deberes específicos de cada día de la semana de los cuales todavía recuerdo algunos: Los lunes carta y análisis, los martes dictado y problemas, los miércoles redacción, los jueves copia y numeración romana, los sábados Santo Evangelio.... Aquella rutina cotidiana se complementaba esporádicamente con conmemoraciones políticas o religiosas en las que se copiaba el texto de la enciclopedia Alvárez, para luego ilustrarlo y hasta interpretarlo, siempre ayudados por el celo y el afán de doña Basilisa. Las conmemoraciones más frecuentes eran de carácter político y ante ellas bullía de fervor patriótico el corazón de nuestra maestra: día del Estudiante caído, aniversario de la Fundación de la Falange, muerte de José Antonio, día del Caudillo, fiesta de la Victoria y otras cuyo recuerdo, afortunadamente, se me perdió hace mucho tiempo. Había también conmemoraciones religiosas entre las que destacaba el día de Santa Teresa, que era la patrona de la Sección Femenina, la fiesta de Todos los Santos con su premonitorio olorcillo a castañas asadas y dulces de batata y el día de los Difuntos, que entonces no tenía para mí resonancias tristes porque la muerte me parecía algo así como un universo lejano, acaso la última estrella. Lo que menos nos gustaba a los alumnos era la lección que doña Basilisa mandaba todos los días, señalando en nuestra enciclopedia un fragmento que marcaba entre dos cruces de lápiz rojo y que, al día siguiente, debíamos recitar, como una salmodia, de pie, delante de su mesa, mientras ella sostenía una varilla fina y cimbreante con la que le daba livianos toques en las piernas a los que se atascaban o la decían a trompicones. Las lecciones eran casi siempre de Historia Sagrada o de Historia de España y había temas en los que era delito de lesa majestad atascarse o equivocarse, como por ejemplo, el Pecado Original, la Encarnación, la Virginidad de María, El Alzamiento Nacional y otros por el estilo. En aquellas lecciones salí siempre bien parada porque gozaba de una excelente memoria, aparte de que se me debía de haber contagiado algo del fervor patriótico-religioso de mi maestra, y las recitaba con énfasis, orgullosa de saberme portadora de valores eternos, aquella definición joseantoniana del hombre, que me sonaba tan bien y que tanto le gustaba repetir a doña Basilisa. Es verdad que el castigo que infligía la maestra era más bien comedido y disuasorio pero de todos modos no me hacía ninguna gracia la varilla porque producía un desagradable escozor en mis flacas piernas - patitas de gorrión, como me decía mi abuela- y sobre todo, porque los que estaban sentados se reían de los que no se sabían la lección y en consecuencia, se veían obligados a hacer extrañas piruetas con las piernas para esquivar la vara de doña Basilisa, aquel elemento de la clase tan importante que, cuando era exhibida por la maestra durante sus paseos por entre los pupitres, propiciaba el silencio de los alumnos y al volver al paragüero del rincón se convertía en una mera advertencia de peligro

Con tales métodos, sólo los más avispados conseguían aprender la enciclopedia y pasar de la columna de la izquierda a la de la derecha, para repetirla luego, un día y otro, como una monótona demostración de la meta conseguida. Tanto tiempo me pasé haciendo las cuentas de la columna derecha que las terminaba en un santiamén y tenía mucho tiempo para dejar vagar mi mente. A veces le ayudaba a hacer los deberes a Remedios la del Guarda y, a cambio, en los inviernos ella me prestaba su lata de rescoldo, que nunca le faltaba porque su madre trabajaba en la tahona y le guardaba las mejores brasas del horno. Otras veces alquilaba un cuento, previo pago de un real que había que echar en la hucha de las misiones, una hucha de cerámica que representaba la cabeza de una chinita y estaba colocada sobre la mesa cuadrada del fondo, junto a los libros de lectura. Me gustaban aquellas historias porque en ellas habitaban parte de mis aventuras soñadas, como la de Peter Pan y Wendy, aunque prefería las de mi carpeta azul: cuentos de hadas y princesa, tebeos, como llamábamos a los cómics, y fotogramas de mis películas favoritas como una de Colorado Jim, de James Stewart por la que le había dado nada menos que una moneda de dos reales a María la Colombina. Con el tiempo, estas historias pasaron a un segundo plano y su lugar fue ocupado por la revista Florita, que intercambiaba con mi amiga Magda y, sobre todo, por Sissí con sus reportajes de cine, una especie de ventana a través de la cual se vislumbraba un paisaje lejano y deslumbrante. La pasión por el cine me envolvía porque la pantalla reflejaba un mundo seductor, brillante e inalcanzable como las estrellas que, durante las noches de verano, veía desde el pequeño jardín de mi casa. Sin duda, ese era el motivo de que en mi carpeta azul durmieran gran parte de mis sueños: carteles de cine en miniatura que me traía uno de mis tíos de la ciudad, fotografías de películas recortadas de Sissi o de Can Can y cromos de un álbum llamado Estrellas de Hollywood, que mostraban la pícara mirada de James Dean , la sonrisa seductora de Brando y el tupé reluciente de brillantina de Elvis Presley, un ciclón de aterciopelada voz ,cuyas canciones canturreaba mi amiga Magda en un inglés peculiar. Con Magda me unía, sobre todo, la afición al cine y ese vínculo nos permitía intercambiar cromos y revistas y soñar a dúo con ver, algún día, las películas de nuestros ídolos. Pero aquel cine ambulante, que los domingos aparecía por Bórmigos, casi nunca satisfacía nuestras ilusiones. Sus películas en blanco y negro, como la vida misma del pueblo, desconocían la existencia de nuestros ídolos y ofuscaban nuestras esperanzas. Entonces nos consolábamos viendo los fotogramas que reproducía Sissi o escuchando por la radio las canciones de Elvis a quien mi amiga Magda idolatraba. Hacía tiempo que ella cavilaba sobre la forma de conseguir la letra de la última canción de Elvis, Tutti Frutti, y, en mi afán por conseguírsela, me pasaba las tardes pendiente de la radio hasta que la espera daba sus frutos y la voz del rey del rock se dejaba oír en aquella canción de ritmo trepidante que la moda del momento traía una y otra vez a las ondas. Entonces copiaba un fragmento tan grande como mi capacidad de escribir me permitía y, cuando la cálida voz del cantante me perdía en un vericueto de palabras ininteligibles, dejaba de copiar para continuar en otra ocasión. Poco a poco, logré hilvanar, al fin, todos los retazos de la canción y, triunfante y victoriosa, se la entregué a Magda una mañana al llegar a la escuela. Incluso la canturreamos en el recreo y sonaba muy bien, pero el lunes siguiente mi amiga me la devolvió desdeñosa.
-Toma tu canción, pues no vale. La ha visto mi primo y dice que eso ni es inglés ni es nada.
El primo de Magda tenía toda la razón porque yo había transcrito los sonidos del inglés con los signos del español y el resultado tuvo que ser un galimatías de mil demonios pero Magda me dejó planchada con su desplante. Había puesto mi mejor voluntad para sorprenderla y si las cosas no salieron bien fue porque para mí, en aquel tiempo, todos los sonidos respondían a la misma grafía. Por otra parte, aquel embrollo en el que había convertido la letra de la canción de Elvis no quedaba mal al cantarla, así que me la guardé y la cantaba en mi casa y hasta en la clase, cuando doña Basilisa no me tenía en su punto de mira pues sólo hubiera faltado que me hubiese oído cantar Tutti frutti para completar la serie interminable de regañinas con las que solía obsequiarme de vez en cuando por charlar en clase, levantarme del pupitre o pasarle recaditos a mis amigas: “Julia, calla de una vez. Julia, siéntate. Julia, deja de reír.” Hasta creo que llegó a concebir la sospecha de que fui yo quien le puso el mote de doña Gallina, inspirada en una fabulilla que venía en el Catón Moderno.
Sin embargo, a la hora de recibir castigos de doña Basilisa por compararla con determinados animales, la palma se la llevó Gregoria, que un día fue sorprendida in fraganti cuando pintaba en su cuaderno una liebre destartalada y hocicuda con el nombre de la maestra sobre las orejas. Estaba claro que ni Gregoria ni yo formábamos parte de aquella pequeña corte de favoritas de doña Basilisa, en la que había niñas buenas y aplicadas como Magda pero también alguna que otra metepatas como Evangelina a la que todos llamábamos la Chivata por su costumbre de contárselo todo a la maestra. Por eso, en numerosas ocasiones formé parte de otra corte menos distinguida y más numerosa: la de los castigados de rodillas, que se congregaban cada día alrededor de la mesa cuadrada en la que estaba la hucha de la chinita. Nunca fui una alumna dócil pero creo que, además, doña Basilisa se había trazado de mí un perfil erróneo desde el día en que llevé a la escuela un pájaro, metido en mi maletín. Lo había encontrado por la mañana en la puerta de Lola la del Estanco, exangüe y desesperado, con ese trino lastimero que tienen los pájaros arrancados del nido antes de tiempo, y durante un rato corrí detrás de sus pequeños vuelos rasantes hasta que lo tuve en mi mano y sentí en ella los golpes de su pequeño corazón y en mis ojos el miedo de los suyos pequeños, oscuros y brillantes, ese mismo miedo que había visto tantas veces en los ojos de los perros, a los que la insensibilidad de sus dueños mantenía atados en la puerta de los cortijos, y en los de los burros de los buhoneros, grandes y cansados como espejos marrones en los que se mirara la tristeza. Ya entonces para mí la vida era un mismo don, un único soplo vital repartido por todo el universo en multitud de cuerpos, diferentes en forma pero idénticos en su sensibilidad ante el sufrimiento. Sabía que los animales, al carecer del poderoso instrumento de la palabra, expresaban el miedo con los ojos y con la huida. Un animal desvalido y asustado era un fragmento de vida que se resentía y por eso muchas veces yo había llegado a casa con gorriones caídos del nido, gatitos abandonados o perros callejeros. Mi padre me decía entonces: “Flaquita tú vas para granjera” pero me ayudaba a cobijarlos y a solucionar las molestias que su presencia ocasionaba en mi pequeña casa. En varias ocasiones habíamos tenido gorriones pequeños a los que alimentábamos con pan mojado en leche y granos de espiga, hasta que se hacían grandes y, a partir de ese momento, dejábamos la jaula abierta sobre el árbol del patio para que pudieran recuperar la libertad. Algunos permanecían, aún varios días dentro de la jaula abierta, antes de marcharse definitivamente, como resistiéndose a abandonar el que había sido su cobijo provisional.

Aquel día el pollo de gorrión permaneció en mi mano con los ojos tristes y el latir de su corazón atolondrado, a expensas de un destino que, en ese momento, dependía sólo de mí. No podía abandonarlo a su suerte en la mañana primaveral que ofrecía a raudales sus fecundos dones de los que el pobre pájaro no debía quedar excluido. Pensaba llevarlo a mi casa como había llevado a otros animales pero el momento no era el más propicio porque antes tenía que tomar determinadas precauciones: buscar una jaula, colocarlo en un lugar a salvo de Colilla, nuestra gata, que tenía una malsana predilección por los pájaros y convencer a mi madre de que el pobre animal no daría ningún problema en casa. Esa serie de trámites necesitaba un tiempo pero la campanilla de la escuela anunciaba reiteradamente la entrada a clase y todos los niños corrían ya para formar fila ante el mástil de la bandera, como todas las mañanas. No era momento de perderme en conjeturas sino de meter al gorrión en mi maletín y continuar el camino hacia la escuela a donde llegué con el corazón tan acelerado como el del pobre pájaro. Y quiso la mala suerte que, al abrir el maletín para sacar el lápiz, el gorrión se me escapara y la clase se convirtiera de pronto en un agitado trasiego de niños que abandonaban sus pupitres con la intención de atraparlo y deambularon por los pasillos hasta que la campanilla de doña Basilisa puso fin a tanto desorden y el pobre animal cayó en manos de un tal Francisco al que llamábamos Quico. Éste se dirigió con el pájaro hacia donde estaba la maestra que, visiblemente enojada y en un tono tan severo como su mirada, le ordenó echarlo al tejado de la escuela para que se buscara la vida. A través de la ventana pude ver como el Quico lo lanzaba repetidamente hacia el tejado pero el gorrión era demasiado pequeño y no sabía remontar el vuelo sino que volvía a caer una y otra vez, hasta que en una de aquellas caídas se desvío hacia la derecha y siguió revoloteando a ras del suelo con dirección a la tahona donde lo cogería el gato de Herminia o cualquier otro gato de los muchos que merodeaban por los alrededores. Pensaba con tristeza en esa eventualidad cuando oí que la maestra nos dirigía una pregunta pronunciando las sílabas con deliberada lentitud en un tono claramente intimidatorio: “¿Quién ha traído un pájaro a la escuela para formar barullo?“

Aunque el miedo me atenazaba la garganta, estaba dispuesta a contarlo todo, tal y como había sucedido, pero se me adelantó Evangelina, que dijo con cierto regocijo:

” Ha sido Julia”.

Doña Basilisa no quiso ni siquiera oír mi explicación. Muy enojada, me mandó callar y con un gesto me señaló el rincón de los castigados mientras afirmaba que hablaría con mi padre de aquel asunto. De rodillas, junto a la hucha de la chinita, notaba que las lágrimas se desbordaban de mis ojos hasta impregnarme la boca de su sabor salado y pensaba entristecida cómo era posible que alguien llegara a creerme capaz de llevar a la escuela a un pobre un pájaro, simplemente, para enredar la clase. En mi mano me parecía sentir todavía los pequeños golpes de su corazón, asustado acaso por el miedo a la muerte, esa aguja helada y cruel que atraviesa antes de tiempo el corazón de los seres desvalidos. Por la ventana entraba a raudales la primavera dejando en la clase el intenso perfume de los naranjos de la tahona, a la sazón plagados de azahar.

Aquel episodio desdichado estaba registrado en el diario que guardaba en mi carpeta azul con el siguiente título: Quince de abril, el día triste en que llevé un gorrión a la clase.

Pero la escuela tenía otro lado más amable. Allí estaban mis dos grandes amigas, Magda y Gregoria, con las que jugaba e intercambiaba cromos durante el recreo o, a la salida de la clase, en la plazoleta del pueblo bajo las acacias preñadas de sol o de lluvia. Otros días íbamos a la puerta de la tía Ignacia para oír sus relatos de miedo o sus chascarrillos, y escurrir luego el bulto, cuando nos mandaba a la taberna de Roque para llenarle de vino una botella negra que escondía debajo de su delantal. Formábamos un trío perfecto. Magda era la más sensata, Gregoria, la más atrevida y yo la más intelectual. Cuando ideábamos alguna travesura, yo la planificaba y la diseñaba, Gregoria la ejecutaba y Magda sopesaba los pros y los contras y, si preveía algún riesgo, la vetaba.
Una tarde en la escuela, Magda Gregoria y yo hicimos un pacto de amistad. La idea había partido de Magda que escribió en una hoja de su cuaderno: “Seremos las mejores amigas del mundo toda la vida”. Debajo estampó su firma y nos pasó el papel para que hiciéramos lo mismo. Aquella especie de contrato me fue confiado después para su custodia, lo cual era una seria responsabilidad porque, según Magda, para que el rito se cumpliera el papel tenía que permanecer intacto toda la vida sin que nadie lo mancillara ni lo destruyera. Durante varios días le di vueltas a mi cabeza tratando de encontrar un lugar adecuado para la conservación de tan peculiar documento. Pensé primero en el desván pero enseguida lo descarté porque mi madre solía deshacerse de vez en cuando de los objetos inservibles. Después eché mano del viejo armario de la abuela aunque tampoco me parecería un sitio invulnerable. Fue uno de mis primos quien me ayudó a descubrir un lugar seguro porque él también creía que los sueños preservados moldean la realidad como las manos de un alfarero dan forma a las vasijas. Lo echaríamos a un pozo seco que había en la Cañada del Soto y con este propósito nos dirigimos allí una tarde de julio, cálida y luminosa, mientras la abuela cabeceaba en la mecedora bajo el sopor de la siesta y tía Isa estaba distraída en la cocina escuchando canciones de la radio. El brocal del pozo me llegaba hasta el pecho pero no me fue difícil asomarme a él hasta perder mi mirada en la negrura de sus entrañas y sentir el vértigo de su profundidad. Tenía en mi mano una cajita de pimentón vacía que le habíamos cogido a la abuela y en su interior habíamos depositado el mensaje envuelto con el orillo de una tableta de chocolate y atado fuertemente con un hilo. Aquella cajita de hojalata con su ajustada tapadera parecía un instrumento seguro para preservar nuestro compromiso de amistad toda la vida y, por eso, cuando la solté de mi mano y la vi desaparecer por la boca negra del pozo y oí luego el chasquido metálico del choque contra las piedras del fondo, una especie de suspiro victorioso se escapó de mi boca ante la sonrisa complacida de mi primo. Dos niños asomados al brocal de un pozo, en medio de la canícula de julio, tratando de anudar afectos para toda la vida mientras el olor de las gayombas se mezclaba con el rumor del arroyo y luego se iba desvaneciendo en el aire a medida que nos alejábamos del lugar. Mi primo había tenido una gran idea porque, poco tiempo después, rellenaron el pozo con piedras y nuestro mensaje se quedó allí para siempre, cobijado en el seno de la tierra a salvo ya de cualquier contingencia.
Aquella promesa del papel tuvo su plenitud durante los años de la escuela aunque el origen de mi amistad con Magda se pierde en la noche de mi memoria. Las dos habíamos nacido en Bórmigos y, en el horizonte lejano de mis primeros juegos, siempre aparece ella como un sonrosado ángel de ojos verdes. La amistad con Gregoria sólo fue posible algún tiempo después, cuando llegó a Bórmigos con su familia, cumplidos ya los seis años. Anteriormente había vivido en el campo y de esa época le quedaba un amor reverencial hacia la Naturaleza y los animales, que fue precisamente el germen de nuestra amistad, intensificada luego en los dos años de Catequesis durante los cuales compartimos las mismas zozobras, estando aún nuestra ingenuidad intacta e intocada nuestra fe. En aquellos dos años, Doña Basilisa, primero y doña Pía después fueron las encargadas de guiar nuestros pasos por los caminos de Dios y de hacernos soldados de Cristo, como le gustaba decir a nuestra maestra.

Gregoria y yo empezamos a ir a la Catequesis unos días después de Navidad y todavía no habíamos llegado a comprender totalmente aquello tan complicado del mundo, el demonio y la carne, cuando doña Pía nos contó la historia de Juanito, un niño que a veces pecaba y una noche murió durante el sueño y el demonio se lo llevó al infierno para siempre, siempre, siempre. Cada vez que doña Pía se refería al infierno repetía la palabra siempre por tres veces y a mí me entraban mil escalofríos porque me sobrecogía la idea de que la muerte me sorprendiera una noche con el alma llena de pecados, asunto éste nada difícil teniendo en cuenta que, según mi maestra, era pecado portarse mal en clase, desobedecer, decir palabrotas, pelearse con los hermanos, distraerse en la Misa, mentir. Hasta con el pensamiento se podía pecar. Y luego estaba lo que doña Pía llamaba los pecados del mundo: curiosear en el baile de los domingos, ver películas de mayores, mirar las cópulas de los perros callejeros. Yo no quería pecar pero en Bórmigos el pecado acechaba por todas partes y el final trágico de Juanito se incorporó al repertorio de mis cuitas como un nuevo descubrimiento de la ira de Dios. De aquellos días de Catequesis sacaba la conclusión de que Dios era un severo anciano de barba blanca y largas guedejas que castigaba a todo el que se desviaba de sus planes y su justicia me asustaba en las noches de oscuras pesadillas, sobre todo después de conocer la muerte nocturna de Juanito. No quería ir al infierno para siempre, siempre, siempre y en el punto más vulnerable de mi pensamiento tenía instalado el miedo al pecado, como una espina punzante. Muchas veces, a la hora de irme a dormir le preguntaba a mi padre si tal cosa era pecado y él sonreía, me daba un cariñoso pellizco en la mejilla y negaba cualquier matiz pecaminoso de aquellas pequeñas cosas. Pero, como doña Pía afirmaba todo lo contrario, siempre me quedaba la duda y entonces esperaba la llegada del domingo para hablar con don José, el sacerdote, o le rezaba a las advocaciones de la Virgen que me regalaba doña Basilisa. Sólo entonces me sentía tranquila.

En la escuela de Bórmigos había una costumbre muy arraigada que consistía en que la mejor alumna de Catequesis llevaba el estandarte de Jesús Sacramentado en la procesión del Corpus y estaba empeñada en conseguir ese galardón en homenaje a mi madre, a la que le hacían mucha ilusión las cosas sagradas, y también para satisfacer mi propia honrilla, pues yo no podía ser menos que Magda, que lo había conseguido el año anterior. Así que, con mis ojos puestos en la recompensa, contestaba antes que nadie a las preguntas del Catecismo y siempre me llevaba los premios con los que doña Pía recompensaba a los que mejor se aprendían la doctrina. En poco tiempo mi carpeta azul se llenó de estampas, álbumes y revistas misioneras y estos pequeños premios disolvían en parte mis zozobras espirituales. En una de aquellas revistas leí la historia de la negrita Macumba, una niña muy buena que llegó a ser monja y, a partir de entonces, su historia se convirtió en la antítesis de la de Juanito y en mi modelo de conducta, pero un modelo difícil porque, aquel invierno, yo creía haber llegado a los últimos confines por el camino del pecado: mi abuela se quejaba de mi costumbre de chapotear los charcos, provista de botas y paraguas, al modo de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia; mi madre me tenía que llamar continuamente al orden por dar la guerra en casa. Y un día que llegué con el vestido roto y las piernas arañadas de jugar al escondite en el leñero de Herminia la Panadera, hasta mi padre, que siempre estaba de mi parte, me dijo muy serio: “Flaquita, te estás pasando de la raya.” Para colmo de mis pecados, me encantaba el cine y cambiaba cromos de películas con otras niñas, a pesar de las prohibiciones de doña Pía.

En la escuela las circunstancias parecían aliarse contra mí para conducirme también por los andurriales del pecado. Una tarde que doña Basilisa nos hablaba del alma, Gregoria, desde el pupitre de atrás, me dijo disimuladamente que el alma era un hueso que teníamos en el pecho. Me hizo tanta gracia su ocurrencia que la comenté con Remedios la del Guarda, que estaba a mi lado, y, como si la definición de Gregoria hubiese soltado sobre nuestro pupitre a todos los duendes de la risa, Remedios se echó a reír estrepitosamente mientras se lo decía a Magda. La risa de ambas llamó la atención de doña Basilisa que se dirigió hacia ellas con cara de pocos amigos y le preguntó a Magdalena por el motivo de su risa. Mi amiga permaneció dubitativa durante unos segundos pero doña Basilisa volvió a hacerle la pregunta en tono aún más severo y ella, que no solía mentir y que posiblemente tampoco quería perder su estatus de alumna favorita, terminó por contar algo de lo que había pasado aunque es verdad que un poco contrariada. Remedios la del Guarda fue reprendida públicamente y conducida hacia el rincón de los castigados a golpe de vara y, cada vez que la varilla le daba en las piernas, doña Basilisa le decía: “El alma no es un hueso, el alma no es un hueso”. Al tercer o cuarto toque, Remedios, que era bastante quejica, no pudo aguantar más y, en un intento de detener aquel aluvión, de varazos gritó entre sollozos:

-Me lo ha dicho Julia.

Inmediatamente fui también conducida al rincón de los castigados al tiempo que la maestra me aseguraba que había cometido un sacrilegio, o sea un pecado de los peores, y que hablaría con mi padre aquella misma tarde. No me dio con la varilla en las piernas porque, en mi caso, doña Basilisa prefería amenazarme con contárselo a mi padre y tengo la impresión de que lo hacía aunque él nunca me dijo nada.

Otra vez volvía a encontrarme de rodillas junto a la hucha de la chinita, desde donde veía la mirada triste de Gregoria. Pero no la iba a delatar. Jamás delataría a Gregoria que era mi amiga del alma y con la que tenía firmado un pacto de amistad. Yo no era tan miedosa como Remedios la del Guarda ni quería ser una chivata como Evangelina. Así que, aunque para mí estaba claro que el alma era una cosa etérea e indescifrable y nunca se me había ocurrido pensar que pudiera ser un hueso, había decidido asumir ante todos el disparate de Gregoria porque la amistad estaba por encima de aquellos inconvenientes. Me dolían las rodillas pero no iba a llorar como el día del gorrión. Yo podía derrumbarme ante el destino fatal de un pobre pájaro pero no ante un simple dolor de rodillas porque, cuando sentía en mis carnes el alfiler de la sinrazón, me volvía rebelde y no quería que doña Basilisa me viera llorar o desfallecer para que no se sintiera satisfecha por la eficacia de sus castigos. Había niñas que, cuando estaban de rodillas, aprovechaban algún descuido de la maestra para relajar el cuerpo y dejarse caer sobre los talones pero yo estaba convencida de que aquello era una forma de claudicación y había desarrollado como medio de autodefensa una especie de desdoblamiento: Me refugiaba en mi mundo interior y en mi imaginación tal vez desbordada en ocasiones, pero gracias a ello, mientras mis rodillas se aplanaban contra el suelo, mi mente, ensimismada en sus fantasías, vagaba por los campos con mis primos en busca de frutos silvestres, trotaba con mi amiga Gregoria por las colinas de Bórmigos a lomos de Platero segundo, el burro de sus tíos, que en realidad, se llamaba Rufino, o pensaba en los actores de las películas de aventuras, que me esperaban en mi carpeta azul. De ese modo el tiempo escapaba y el dolor de rodillas se hacía más leve.

De todas formas, las cosas no me salían siempre tan mal como el día del alma. Por ejemplo, pocos días después de este incidente me llevé el mejor premio que se dio jamás en la Catequesis: un gran almanaque de pared del Corazón de Jesús, que hizo las delicias de mi madre, aunque aquello no era más que un pequeño anticipo de la alegría que iba a sentir el día que me viera en la procesión del Corpus llevando el estandarte del Señor. Además, al entregarme el premio, doña Pía me dijo que yo era la mejor alumna del Catecismo pues había recitado, en un santiamén y sin titubear ni en una sola palabra, los siete pecados capitales y las siete virtudes.

Aquel año, a medida que transcurría la primavera, doña Basilisa y doña Pía desgranaban la doctrina cada vez con mayor presura como si quisieran rescatarnos definitivamente de las garras del pecado. La maestra nos contó el milagro de la Eucaristía que consistía en que cierto día, en la misa mayor de un pueblo cercano, las niñas que estaban atentas en el momento de la Consagración vieron cómo en la hostia se dibujaba la imagen del Niño Jesús sobre su cuna de pajas. Desde aquel día y durante mucho tiempo, la parte más frágil de mi corazón estuvo íntegramente consagrada al Niño Jesús y cada vez que el sacerdote levantaba la hostia durante la misa, yo miraba atentamente aquella forma blanca en la que sólo veía dos espigas enlazadas y las siglas de Jesús Hombre Salvador en el centro. Entonces pensaba que las niñas del milagro seguramente vieron a Jesús porque no cometían pecados y, al compararlas conmigo, mi mente sufría vagando por las encrucijadas del remordimiento y la pesadumbre.

...Sigue en capítulo II

 

 

 

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