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Listado de libros > Relatos Cortos | Índice de este libro | Instrucciones | Redactar Relatos Cortos
Doña Pía nos enseñó a distinguir los pecados de dos formas: Según el órgano donde se producían podían ser pecados de la vista, de la lengua o del pensamiento y, según el agente inductor, pecados del mundo, del diablo y de la carne. Esta última clasificación era más difícil y si bien es verdad que los pecados del diablo los comprendimos desde el primer día, los del mundo y los de la carne fueron un enigma para nosotras durante toda la etapa de Catecismo y lo siguieron siendo, incluso varios años después de la Primera Comunión.
Satisfecha de sus enseñanzas, en los últimos días de Catequesis doña Pía nos hablaba insistentemente del pecado, del infierno y de un cielo bellísimo habitado por santos y ángeles a donde iban a morar las almas de los buenos para siempre, siempre, siempre. Y, cuando me ponía a reflexionar sobre ello, me perdía en mi propia languidez y en mis preocupaciones, ante la idea de estar cometiendo otro pecado, o incluso un sacrilegio, porque para mí, por aquellos días azules de la primavera, el cielo más bello que podía existir era el de Bórmigos. Unos días antes de la Primera Comunión volví a zambullirme de nuevo en las inmediaciones del pecado. Estábamos en mayo y puse sobre el altar de la Virgen unas flores moradas que me había dado Frasquita la Chispa y que, según me dijo, tenían en el centro la corona y los clavos del Señor. Aquello me pareció tan extraordinario que quise mostrárselas a doña Basilisa. -Son pasionarias-le dije entusiasmada. -Son rosas de pasión –me corrigió ella contrariada. -No. Son pasionarias porque me lo ha dicho la Chispa que las tiene en su patio y por eso lo sabe bien –me atreví a replicar. Doña Basilisa me miró muy seria y sentenció: -Son rosas de pasión y en la escuela no se pronuncia para nada el otro nombre ¿entendido? Yo, que no tenía entonces la más mínima conciencia política, pensé que mi maestra era más terca que una mula y di por zanjado el asunto. Con el silencio que se produjo después de sus palabras me llegaba, desde la calle, la voz de Jorge Sepúlveda en Mirando el mar, la canción que más le gustaba a mi tía Isa. Y por fin llegó el día esperado por todos. La víspera ensayamos con doña Pía el momento de la confesión y el de la comunión y por la tarde vino don José para confesarnos de verdad. Durante la mañana yo había escrito en un papel mi larga retahíla de pecados y los memoricé muy bien, tratando de evitar la posibilidad de que se me olvidara alguno. Así que, entre mi buena memoria y el ahínco con el que los estudié, me salieron de un tirón, recé de rodillas la penitencia que me puso el sacerdote y, después, con el alma henchida de felicidad, me senté en el banco para esperar a mi amiga Gregoria, que en esos momentos estaba confesando. Ahora había que tener mucho cuidado para mantener el alma limpia porque a la mañana siguiente íbamos a recibir a Dios como nos había recordado nuestra maestra. Pero no era un asunto fácil y, de regreso a casa, al pasar por la esquina de Paca la Carbonera, vimos a dos perros enlazados en aquella posición que doña Pía nos había prohibido mirar para evitar los pecados de la vista. Así que, apenas unos minutos después de confesar, Gregoria y yo, casi simultáneamente, pecamos con los ojos, pero, además, yo pequé con la lengua porque había sido Gregoria quien me había alertado de la presencia de los perros y por ello la llamé tonta. Incluso pequé con el pensamiento cuando empecé a discurrir que mi amiga realmente debía de ser tonta de remate por no haber guardado silencio ante una escena tan inoportuna. Aún resonaba en mis oídos la voz susurrada de don José diciéndome aquello tan enrevesado de “Ego te absolvo pecatis tuis” cuando, en apenas unos segundos, había pecado con la vista, con la lengua y con el pensamiento. Más tarde, en mi casa, las cosas no fueron mejor. El regocijo de que en el día más grande de mi vida no me había tocado estar sentada al lado Evangelina la Chivata, mi ancestral enemiga, y un conflicto armado con mi hermana Sole, que acabó con la paciencia de mi madre, me situaron en la conjetura de si no sería yo la niña más mala del mundo. Aquella noche me fui a la cama con la mente atormentada por la mancha del pecado y en el laberinto sin fin de mi pensamiento danzaba la historia de Juanito, el niño que se murió mientras dormía y se fue al infierno para siempre, siempre, siempre. Me despertaron las golondrinas del balcón que iniciaron sus trinos cuando la aurora disolvía a la noche y empezaba a filtrarse por las rendijas de la persiana. Entonces me di cuenta de que la preocupación de la noche anterior no se había desvanecido sino que permanecía intacta en mi cabeza y contaminaba mi inocencia con sus horribles aguijones como largos garfios de sombra. Con esa zozobra me levanté de la cama y, antes de que me vistieran de gala, copié mi nueva retahíla de pecados en una hoja de cuaderno que tenía dibujada una casa azul con su chimenea coronada por un alto penacho de humo. Lo primero que iba a hacer al llegar a la iglesia era confesar de nuevo y quería memorizar antes todos los pecados de la tarde anterior para que ninguno se me quedara en el saco. Pero aquella mañana don José no se fue hacia el confesionario sino que se dirigió directamente a la sacristía para ponerse los ornamentos de la Misa mientras un río de inquietud me brotaba en el pecho. En medio del perfume de las azucenas del altar y del canto del ¡Oh buen Jesús! entonado por el coro de beatas yo le daba vueltas al saco de mis pecados y le preguntaba disimuladamente a mi amiga Gregoria si ella había pecado mucho la tarde anterior. -He hecho once pecados, contando el de los perros, aunque no pasa nada; se perdonan rezando un Padrenuestro -me susurraba tranquilamente, casi al oído, y recitaba a continuación la larga serie de sus últimas culpas. Pero Gregoria enumeraba sus pecados con la misma naturalidad con la que contaba sus cromos, y esa tranquilidad, que transgredía todos los límites, me asombraba en extremo porque, en mi caso, las clases de religión de doña Basilisa y las largas peroratas de doña Pía habían logrado inocularme el bicho de la desazón que ahora se me estaba manifestando con total virulencia. En un momento determinado, como empujada por un resorte invisible, me levanté del banco, engalanado para la ocasión, y me dirigí a la sacristía donde don José se estaba poniendo el alba para celebrar la misa. Le dije que tenía que confesar de nuevo y el sacerdote me miró sonriendo, terminó de atarse el cíngulo y, poniendo una mano sobre mi hombro, me invitó a decir mis pecados, allí mismo, de pie, delante de él. Pero en aquellas circunstancias mi mente se quedó como obstruida por una vergüenza invencible que me inmovilizaba las palabras. A través de la rejilla del confesionario la culpa se disfrazaba o se volvía anónima, pero allí, cara a cara, me resultaba impúdico decir todas las cosas malas que había hecho en unos minutos. ¿Qué pensaría de mí don José? ¿Cómo iba a decirle lo de los perros? No pude articular una sola palabra y entonces abrí mi librillo de oraciones y le entregué la hoja del cuaderno con la casa azul arriba y la lista de mis últimos pecados en la parte de abajo. Aún recuerdo la sonrisa del sacerdote en la mañana primaveral, tibia y rosada, como una mejilla adolescente Limpia otra vez de pecados, regresé a mi sitio, arrobada mi alma por los cantos religiosos que seguían entonando las beatas y dispuesta a concentrarme en los momentos culminantes de la Misa. Pensaba que tal vez el Niño Jesús había esperado hasta aquel día para manifestarse en la hostia pero, cuando el sacerdote la levantó, solo volví ver lo de siempre: el blanco redondel con las espigas enlazadas y las siglas del Jesús Hombre Salvador en el centro. Entonces pensé que para Dios, como para doña Basilisa, yo no formaba parte del grupo de sus elegidos. Todo lo demás ya sí que fue como había soñado: la chocolatada en la escuela al lado de Gregoria, las felicitaciones de familiares y vecinos, los regalos, el vestido blanco como el de una princesa, el almuerzo con toda mi familia. Y, por encima de todo, la alegría de ser ya, de pleno derecho, soldado de Cristo, como había dicho don José en su sermón. Unos días después se celebró la procesión del Corpus y el estandarte lo llevó Evangelina que desfilaba ceremoniosa, inmediatamente detrás del Señor, mientras yo iba en la fila de la derecha, triste y cabizbaja, con todas las demás niñas. Era verdad que en la escuela solía ser inquieta y revoltosa y a veces charlaba demasiado o me levantaba del pupitre sin permiso pero también había sido la niña más premiada de la Catequesis y, por eso, entre los pliegues más recónditos de mi pensamiento albergué, durante todo el tiempo, la trémula esperanza de ser elegida. Tal vez no fue así porque en los dos años de Catequesis, para doña Basilisa, yo había cometido por lo menos dos pecados graves y un sacrilegio: llevé un gorrión a la escuela, dije que el alma era un hueso y llamé pasionarias a unas flores moradas que me había regalado Frasquita la Chispa. Yo era un auténtico desastre que jamás podría igualar a la negrita Macumba y estaba triste por ello. Pero lo que más me dolía era haber perdido la oportunidad de hacerle a mi madre el mejor de los regalos. Tenían razón todos los que se quejaban de mí. El espíritu de soldados de Cristo que nos inculcó doña Basilisa en los dos años de Catequesis nos acompañó durante algún tiempo, hasta que la ingenuidad de la infancia empezó a dar paso a la adolescencia rebelde y el fervor místico se nos fue convirtiendo en tibia religiosidad a medida que el severo Dios de barba blanca se disolvía en un ente abstracto de difícil definición. Las estampas con advocaciones marianas que guardaba entre las páginas de mis libros fueron lentamente reemplazadas por fotografías de los actores de moda y una lluviosa tarde de invierno, descifré, casualmente, el enigma de los pecados de la carne. Durante aquellos años de cambios sucedieron muchas cosas importantes: James Dean murió en un accidente, Paul Newman se casó con Joanne Woodward y Marilyn Monroe se convirtió definitivamente en la tentación de arriba. Aún no teníamos conocimiento de que existía La dolce vita ni habíamos podido contemplar la mirada atónita de Mastroianni, ante la Fontana di Trevi, mientras Anita Eckberg hacía sus abluciones como una exuberante ninfa. Pero en Bórmigos también ocurrían cosas que aunque no conmovieran al mundo sí que dejaban huella en nuestros pequeños corazones: Magda llegó a la conclusión de que quería ser actriz de cine y su modelo era Liz Taylor a la que incluso le daba un cierto aire. Su sensatez había llegado a términos sublimes, se volvió presumida y rehuía el abrigado cobijo del rincón de la plazoleta donde jugábamos a los cromos. Y una de aquellas primaveras, entre olivos en flor y trigales espigados, empezó a presumir de sus ojos verdes y a mover las caderas como Silvana Mangano cuando bailaba el baión. A Gregoria y a mí no nos hicieron ninguna gracia estas nuevas hechuras de Magda porque achacábamos a las mismas el hecho de que empezara a desertar de nuestras correrías y de que cualquier invitación al juego se estrellara contra su pose de diva. Para paliar la falta de complicidad de Magda llamamos a otras niñas pero ninguna tenía el carisma de Magda y el intento de incorporarlas a nuestros juegos resultó un fracaso. Entonces Gregoria y yo volvimos a nuestras travesuras, mano a mano, hasta que en mi sangre se despertó una especie de savia como la que hace brotar las yemas de los árboles y sentí que se me había roto la infancia y que una mano invisible me desalojaba de mi paradisiaco País del Nunca Jamás, igual que a un ángel malo, trazando una línea infranqueable entre aquel mundo perdido y mi adolescencia recién conquistada. Con la sensación de quien contempla un lejano esplendor derruido me dispuse a aceptar mi nueva situación: cambié el peinado de coletas y lazos por la media melena y los tebeos por libros de Colette y Glendon Swarthout y llené mi carpeta azul de fotografías de Paul Newman al que empezaba a ver como a un Dios griego cuyos ojos azules me turbaban. Yo tenía, además, un secreto inconfesable que guardaba celosamente: me había enamorado de Marlon Brando y había colocado en mi habitación una portada de Sissi en la que aparecía caracterizado como Napoleón en la película Desirée. La vida se iba vistiendo de rosa a mi alrededor y la fortuna empezaba a sonreírme abiertamente: Juan, el hijo del maquinista, mi primer descubrimiento del amor en su estado más puro, se convirtió en uno de mis mejores amigos y en la dulce monotonía de aquel otoño recordaba la chispa divina de sus ojos. Por otra parte, Marlon Brando me había mandado una fotografía en respuesta a una carta que le escribí cuando descubrí que lo amaba. Tenía una camisa de cuadros y se había puesto su mejor sonrisa. Magda flipaba con aquella fotografía pero era mía y sólo mía y había venido desde California, a mi nombre, en un sobre alargado que tenía impresa con tinta azul la dirección del actor. Magda se parecería a Liz Taylor pero yo tenía una fotografía que me había enviado Brando desde América y que fue, durante mucho tiempo, el más bello sueño de mi carpeta azul. Así pues, a los trece años yo era una adolescente romántica que no había comenzado aún el bachillerato y se imponía un cambio en mi vida. Aquel fue mi último año en la escuela de Bórmigos. Durante el verano me matricularon en un internado de chicas y, llegado el momento, aunque me resultaban tristes las despedidas, organicé un improvisado adiós entre sorbos de limonada y canciones de la época, reproducidas en un tocadiscos de pilas que me habían regalado para mi santo. Siboney. ¡Qué tiempo tan feliz! Las hojas muertas. Con esas canciones, que me habían prestado, y con el perfume de los jazmines, que llegaba desde el patio, me despedí de mis amigas de Bórmigos una tarde de septiembre mientras en mi habitación aún aleteaba la sombra de Peter Pan y sobre el horizonte lucía un crepúsculo anaranjado. Cuando mis amigas se marcharon, la tarde acababa de morir y, en el tocadiscos, Los cinco latinos seguían cantando Pequeña flor, una canción que ya siempre se iba a quedar flotando en las orillas de aquella lejanía feliz. A partir de ese día nuestras vivencias comunes se hicieron menos frecuentes y llegó un momento en el que se volvieron esporádicas y puntuales porque cada una tejió su propia historia y nuestros caminos fueron ya divergentes. Siempre que pienso en la escuela de Bórmigos me reafirmo en la idea de que nuestra vida es un camino de múltiples encrucijadas, según las decisiones que hube de tomar en determinados momentos de mi existencia. Cada uno de los alumnos de aquella escuela eligió un rumbo que se fue perfilando por las sucesivas decisiones en sus particulares encrucijadas y fue así como nos dispersamos y nos alejamos. Pero nunca me olvidé de aquel tiempo, ni siquiera en los momentos en que me he negado a convocar los recuerdos como una coartada necesaria para no sobrepasar cierto grado de tristeza. Pienso a menudo en mis dos grandes amigas y, en ese regreso de su presencia imaginaria, resaltan poderosamente los momentos compartidos en la escuela y el compromiso de amistad que firmamos una tarde mientras el sol jugaba al escondite con las últimas nubes del invierno. Esa retrospección de la memoria levanta el vuelo de mi recuerdo hasta los lejanos días en que se presentó ante mí el primer cruce de caminos, aquel que me permitió elegir un itinerario del cual iban a depender luego muchos aspectos de mi vida. Fue ese camino el que me llevo primero al instituto de un pueblo vecino y luego a aquel colegio de niñas de falda de pliegues y rebeca azul, donde una chica que con el tiempo llegaría a ser mi mejor amiga de aquellos años, me prestó, a escondidas, todos los libros de Françoise Sagán, y me descubríó la dulce tristeza de las canciones de Juliette Greco, que luego me sirvieron de bálsamo en los primeros aguijonazos del amor y de la muerte. En esa época se inició mi vocación de escritora con una pequeña novela cuyo protagonista era un muchacho con el pelo rubio y los ojos de azul lejano, una novela cursi con final feliz que rompí unos meses más tarde cuando ya el muchacho rubio se había marchado de mi cabeza y de mi corazón. En los últimos años del internado las cartas de Juan y las visitas de mi madre me sacudían el dolor y el tedio por la muerte inesperada de mi padre, del mismo modo que lo hacía la voz grave de Juliette Greco en Bonjour Tristesse, que me saludaba cada tarde desde el pequeño tocadiscos de mi amiga Leonor. Fue por aquel tiempo cuando conocí a alguien que me desveló la caducidad del amor y me habló de Marcel Proust, al que leía en las tardes almibaradas del otoño, con una cierta tristeza por el fluir irreversible del tiempo. El cine y la música me seguían fascinando, sobre todo Rock Hudson, con su pinta de seductor de andar por casa y Elvis Presley, que estremecía con el terciopelo de su voz y el oleaje de su cuerpo. Pero las películas que podía ver estaban reducidas a las del cine ambulante de Bórmigos, los primeros domingos de cada mes o durante las vacaciones, y el milagro de la televisión tampoco significó gran cosa. Tuvieron que pasar varios años para que se cumpliera mi sueño de ver aquellas películas de las que hablaba la revista SISSI. Fue en los inicios de mi etapa de estudiante de Letras cuando, al fin, pude embriagarme de cine en los diferentes ciclos del cineclub universitario: Al este del Edén. La gata sobre el tejado de zinc. Gilda. Vacaciones en Roma. Rebelde sin causa. Casablanca. Un tranvía llamado deseo. En esta última, en mi mente se fundieran el actor y el personaje y las lágrimas de Vivien. Leigh convirtieron en un cadáver mi viejo amor por Brando, cuya fotografía aún estaba guardada en mi carpeta azul. Pero para entonces los mitos cinematográficos habían sido sustituidos en mi corazón por los muchachos de carne y hueso, cercanos y tangibles, instalados no en el remolino de mis sueños sino en la atalaya de mis certezas, durante aquellos años brillantes y esplendorosos, los más ajetreados de mi vida. Las idas y venidas a la facultad con las solapas del abrigo subidas en las frías mañanas del invierno. Las largas tertulias con mis amigas de entonces ante unas tazas de café con leche. Las visitas del sábado a una discoteca de Plaza Nueva donde un vocalista de prodigiosa voz interpretaba canciones de los Platters a cuyo son se despertaban los placeres de la carne, como los hubiera llamado doña Pía. Only you y El humo ciega tus ojos, mejilla contra mejilla. Fue por aquella época cuando me sumé a las protestas universitarias y adquirí conciencia política. Las canciones de Jacques Brell y Paco Ibáñez y los libros de Camus, Sartre y Teilhard de Chardin pasaron a formar parte del espejo tornasolado en el que se reflejaba para mí el mundo. Aún no habían pasado muchos años desde que abandoné el pueblo, pero las doctrinas de Bórmigos ya no tenían vigencia porque habían sido sepultadas por un alud de teorías contrarias, a medida que los sentidos desplazaron a la fe. Dios se había marchado muy lejos y eso le daba respuesta a parte de mis dudas pero a cambio me había quedado sin un punto donde sustentarme ante la angustia existencial por el fluir vertiginoso de la vida. Todo se había invertido: leí a Marx y a Engels, adopté el agnosticismo y me eché un novio comunista con el que asistía a las reuniones clandestinas que celebraban algunos estudiantes en un piso de la calle Sol. De este modo terminé de diseñar el paisaje de mi mundo íntimo cavando un enorme abismo entre mis planteamientos de entonces y los de aquella niña de la escuela de Bórmigos de la que sólo quedaba la ternura. En cuanto a mi carpeta azul, terminó en el cajón de un armario de nuestra casa de Bórmigos y allí estuvo bastantes años hasta que, en una de las sesiones de limpieza de mi hermana Sole, desapareció para siempre y en su lugar se instaló la tristeza. Durante aquellos años, mi amiga Magda se había dedicado a estudiar idiomas con bastante fortuna y poco después encontró un trabajo importante en la costa. Allí conoció al hombre de su vida con el que se marchó a América donde hasta tuvo ocasión de conocer en vivo a alguno de sus héroes del cine. Si no llegó a ser actriz, como Liz Taylor, fue porque se había olvidado del asunto cuando su vida tomó otros derroteros. Si Magda se proponía algo, el mundo se rendía a sus pies. Gregoria aprendió a bordar y a hacer vestidos y se quedó en el pueblo enamorada de un muchachito que luego desapareció de su vida y, descabalgada de sus sueños, durante mucho tiempo tuvo el corazón maltrecho y los ojos tristes. Más tarde reunió todas sus fuerzas para rehabilitar las ruinas de su corazón y se marchó a otro lugar donde volvió a sonreírle la vida. Doña Basilisa estuvo en Bórmigos algunos años después de nuestra despedida y luego se trasladó a un pueblo vecino en el que consiguió plaza en una escuela graduada. Murió, ya jubilada, cuando yo acababa de terminar mis estudios de filosofía y trabajaba en un modesto periódico de provincias. Sentí mucho su muerte porque, a pesar de haber sido una fiel representante de la escuela de su tiempo, nunca actuó con mala fe y nos enseñó todo lo que era posible enseñar en aquel bullicioso hormiguero. Lo sentí también porque ya era consciente de que cada vez que muere uno de nuestros mayores la infancia se nos aleja, como captada a través del zoom de una cámara fotográfica. Tal vez por eso, el día que recibí la noticia de su muerte, le dediqué mi columna en un artículo en el que evocaba mis primeros recuerdos escolares y usé palabras cariñosas para quien me había aguantado muchas travesuras y había cumplido con su misión de corregir mis fallos, aunque a veces lo hiciera equivocadamente. En esos momentos deseé apasionadamente que fuese verdad aquello de la morada eterna que ella nos había enseñado porque nadie en nuestra infancia puso nunca tanto empeño en mostrarnos los caminos del Señor ni en procurar la salvación de nuestras almas, asunto éste que, desde su particular punto de vista, era lo más importante. Esa tarde, Dios salió de nuevo a mi encuentro y recé un Padrenuestro por el alma de mi maestra. De otros miembros de la escuela de Bórmigos no puedo dar muchos detalles porque los seres que perdemos entre los resquicios del tiempo están en nuestro recuerdo equiparados a los muertos y apenas podemos vislumbrarlos a través de un velo de niebla. Sólo mis amigas Gregoria y Magda se libraron de los naufragios del tiempo y ocupan un lugar sagrado en mi memoria a salvo ya, definitivamente, de las mareas del olvido y de las tempestades del azar, como si aquella cajita de hojalata que arrojé un día al pozo seco de la Cañada del Soto aún conservara nuestro viejo compromiso de amistad eterna. Málaga, Octubre de 1975 |
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