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Anécdotas Colegio Santo Domingo

  • Mi Primera Comunión en Santo Domingo

    • José Luis Solís Sánchez-Lafuente
No adivinaba porqué me remordía la conciencia todos los días a las horas más intempestivas. Por más que escudriñaba en mis pliegues mentales, donde se guarecen los recuerdos íntimos de mayor calado, no daba con la causa del desasosiego. Confieso que he vivido trincado durante años por estos remordimientos recónditos.

Pero, por fin, un día, un amigo de la época de Santo Domingo le dio por rememorar nuestra Primera Comunión. Yo ni me acordaba de la fecha y menos aún la edad con que nos alimentaron por primera vez con “El Pan de los Ángeles”, pero ese amigo, memorioso en lo concerniente a espiritualidad, seguramente sin proponérselo, estiró mi plisada conciencia hasta el extremo de hacerme caer del caballo (como le ocurrió a san Pablo) recuperando para el presente ciertas desafortunadas jangadas que antes del ceremonial eucarístico habíamos protagonizado unos pocos de aquellos rustiquillos.

Don José Miranda Palomero era mi maestro, pero Pepe Puche, mozancón versado en saberes catequísticos, lo encargaron de nuestra preparación para tan trascendental acto. Pues bien, aunque el ceremonial se celebraría en la iglesia de Santa Ana, el emparrado patio central del antiguo convento era el recinto donde lo celebraríamos; tejeringos y chocolate del bueno (sin algarrobas), sería nuestra recompensa a la vez que festín. Bueno, y el cielo eterno también. Pero la achacosa parra y el desportillado patio de columnas, mellado en algún que otro fuste, pedían que, para tan señalado día, se hermosease aunque fuese de forma efímera.

Y decidieron que tutelados por el hermano mayor de don Paco Molina (el conocido maestro y semanasantero local), robusto y visceral él, teníamos que agenciarnos yedras, juncias, o lo que fuese, con tal de que verdegueasen. Nuestro líder dispuso que la razia comenzara por las huertas aledañas al colegio. Un frondoso mimbrero fue la primera víctima; ¡de lástima!, quedó sin apenas rastras. Pero para culminar la acción no hubo más remedio que pisotear cuartilla y media de huerta plantada de romanillas. Súbitamente escuchamos ladridos perrunos, pero nuestro“capo” nos ordenó que les hiciésemos frente, parapetados tras él y el árbol, armados de coercitivas varas de mimbre. Pero los canes no avanzaban solos, en la lejanía, iniciando el cuestón, vimos al hortelano que, armado con una honda, nos conminaba a base de pedradas. Pero no “cagamos calzón”: Molina, el grandón de la patulea, despojándose del cinturón, y otros niños de las guitas que les servían de ceñidores, confeccionamos varios haces con todo lo verde que pudimos trincar. Y hasta los maestros nos alabaron por la hazaña, ahora pienso que desmesuradamente, ante nuestros satisfechos familiares que nos miraban con benevolente cariño.

Me llevaron al taller de Isidoro, el sastre, que le preguntó a mi madre por el modelo que deseaba de los dibujados en un catálogo. Claro está, entonces no había más que modelos de una variada uniformidad naval: azules, blancos, mixtos, de marinero raso, de oficial, de capitán de fragata. Pero mi madre orgullosa del porte de su niño le indicó al profesional que si le cobraba igual, el uniforme fuese de almirante, que en Archidona luciría mejor debido a los ilustres marinos locales que hubo antaño. La tela, “lanita marfil”, nos la había regalado mi tía, dueña de una tienda textil y otra, comerciante también, popelín blanco para la camisa y lienzo del mismo color para los calzoncillos, y una camiseta calada de tirantes. Otro hermano de mi madre nos facilitó el librito de nacaradas tapas que debería llevar cuidadosamente empuñado, los guantes blancos a juego con los calcetines de perlé, el lazo de muaré de seda para lucirlo prendido del brazo, la lustrosa cruz con su cordón dorado para colgar del cuello y el pañuelo, que mi madre bordó con una cruz y mis iniciales. Y otro tío materno la vela, de alba cera pura, que debería portar en la mano derecha centrando un ramillete floral. Ah, se me olvidan los zapatos blancos, que sí los compró mi madre, y las estampitas, que vinieron de una imprenta antequerana.

Y por fin llegó el día. La tarde antes habíamos ajustado cuentas con el Altísimo. Muy azorado, y andes del preceptivo “Ave Maria Purísima” le espeté al confesor: Padre, ¿será pecado haber visto echar cuatro perrillos a mi Seana por un sitio que no es el culo? No le vi la cara al cura, pero recuerdo que su voz cambió: ¿Y lo presenciaste con regodeo? Pero como no entendí la palabrota, le dije que no, sin más. Luego pasé a detallarle mis constantes desobediencias por largarme a los Peñones de Muriel, a la Cueva de las Grajas o al Remanso de la Aneas sin permiso, trayendo los zapatos para el cubo de la basura. Que a escondidas comí chorizo el Viernes Santo. Que le arranqué el bolsillo del babero a un amigo jugando a Marro. Que…

El patio trasero de la Parroquia era el lugar de concentración. Había que estar allí una hora antes y mi madre me había levantado con dos más. Y, como no podía desayunar, un barreño con agua caliente me recibió desde la cama, un estropajo, el jabón Lagarto, mi tía Pura (que se había echado la obligación de mantenerme las orejas escamondadas) y mi madre, entre lloriqueos, completó la faena. Aún recuerdo, como si ocurriese hoy mismo, el momento del peinado con la trabajera del tupé: Zaragatona (¿o Fijador Omega?) me amansaron las púas. Y, cargado de adminículos y oropeles, por fin llegué a destino. Con bastante fatiga, a decir verdad.

Ahora viene los importante; la acción alevosa que amargó mi alma durante años. Un compañero exclamó que mis galones no eran de almirante, y otro que el lazo blanco, con aquellas ondas del muaré, era de mariquita y un tercero, casi a voces, me motejó de señoritingo. No aguanté más. A este último, que estaba más cerca, le endiñé en la cabeza dos velazos que no recuerdo si le hicieron llorar, pero lo seguro es que la vela se quebró por dos lados y los floripondios terminaron pisoteados por la barahúnda de niños, maestros y familiares.

Y comulgué con el cargo de haber pecado gravemente de IRA, a sabiendas.

Y el mal rato que le hice pasar a mi madre cuando, desde lejos, me atisbó despeinado, sin flores y con la desastrosa vela empuñada con un guante para la lejía.

Por esa acción fui un niño desgraciado, a pesar de que Pepe Puche Pérez y don José me consolaron. ¡Menos mal!

 

 

 

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