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Anécdotas Colegio Menor

  • Panfletos

La tarde calurosa de julio no me ha dejado dormir la siesta. Pasé horas escuchando música y aburrido, se me ocurrió poner la tele, hacia zapping mirando distraído con la mente en otro sitio, cuando sonó en mis oídos: “Archidona”. Miré la pantalla atentamente y ante mis ojos empezaron a bailar paisajes y calles que ya tenía casi olvidadas, con más color pero con la misma luz reflejada en sus fachadas blancas.

Nuevas edificaciones, que mantienen su ambiente de pueblo, sin estropear la belleza natural del mismo, linda y preciosa, como siempre, Archidona.

Retransmitían una corrida de toros (y no es que yo comulgue precisamente con la fiesta). No podía apartar mis ojos de la pantalla, disfrutando de los primeros planos de la vieja y hermosa plaza ochavada.

Mientras tanto, mis recuerdos acudían en un torbellino imparable a la mente, empezando a revivir aquellos años de estudiante, en aquel pueblecito de Andalucía que nunca había olvidado.

En el año 1960 mis padres me llevaron interno al Colegio Menor, casi dos días de viaje desde Extremadura en tren, traíamos piconilla hasta en los dientes.

Mis padres se alojaron en la pensión de Jerónimo y yo fui directamente al colegio.

Entramos al zaguán y tiramos de la cadena, activaba la ruidosa campana que hacia de llamador, una señora con delantal a rayas abrió la puerta y nos pasó al despacho del director. Estaba a la derecha, justo enfrente de la escalera que conducía a los dormitorios. Ésta era una casona antigua habilitada para este menester mientras hacían las obras del nuevo colegio en la Plaza Ochavada. Una baranda de hierro tallado pintada de blanco, con un pasamanos de madera y un ventanal en la misma escalera (también pintado en blanco) con un altillo que formaba media circunferencia.

Este ventanal daba al comedor. A través de sus cristales se adivinaban las mesas montadas para la cena, que la penumbra del atardecer no dejaba ver claramente. Un ventanillo al fondo daba a la ruidosa cocina, donde se oían risas y movimiento de cacerolas, junto al tintinear de la loza, seguramente preparando ya para la cena que se aproximaba.

Mi primer año en Archidona fue enriquecedor, descubriendo callejuelas empedradas y pequeñas casitas con chimeneas humeantes.

Los hombres que iban por la mañana y volvían al atardecer del campo con sus borriquillos cargados de leña o hierba fresca para los animales. Los señoritos paseaban en sus jacas elegantes o fumaban puros en la puerta del casino. Las mujeres con su atillo en el cuadril iban al Molino Don Juan para lavar la ropa en el “CAO”.

Este pueblo, acogedor, sencillo y respetuoso, fue calando en mis compañeros y un servidor, que empezábamos a descubrir, que tras los muros de nuestras ricas casas, donde no faltaban la leche y el pan, tampoco unos buenos zapatos y un abrigo de lana para el invierno, existía una realidad más cruda, la de esas gentes que todavía arrastraban, la miseria de la posguerra, que un gobierno dictador y totalitario, les seguía haciendo pagar, por haber querido un día ser libres y ganarse el derecho a un trozo de pan.

En ese momento las bases del gobierno eran, el nacionalismo, el catolicismo y el anticomunismo, servían de apoyo a un régimen de dictadura militar autoritaria, que proclamo una democracia orgánica y un dictador que se aclamo así mismo, Caudillo y luz del Pardo.

Por aquellos días las relaciones internacionales no existían.

Se formó una organización de políticos tecnócratas del Opus Dei, para reanudar dichas relaciones.

Éramos ocho amigos, compañeros de cuarto y de mesa en el comedor, niños de familias de bien, pero muy inteligentes, las inquietudes propias de la juventud, junto con los conocimientos que íbamos adquiriendo, nos empezaban a motivar y teníamos unas conversaciones a hurtadillas, que para nada tenían que ver con lo que nuestros profesores querían inculcarnos.

Después de darle muchas vueltas al tema, decidimos que había que hacer algo.

Nos dedicamos a redactar unas octavillas o panfletos, donde censurábamos al régimen criticando la falta de libertad para expresarse e investigar que más había, a parte de lo que nos habían enseñado.

A finales de Abril del 1961 nos dedicamos a repartir nuestros panfletos, en todas las clases y todos los pupitres del instituto,(a escondidas claro).

SE FORMÓ: Los profesores llamaron al jefe de estudios, éste buscó al director, se reunieron todos y comenzó la investigación.

Todo el mundo tenía miedo y todos intentaban pasar la pelota, para no verse involucrados. Al final, cogieron pistas llegando a la conclusión que habían sido los mayores del Colegio Menor.

Y la investigación se quedó tras aquellas cuatro paredes.

El Director del colegio era un hombre que iba directo al grano. Aquella noche a la hora de la cena, entró al comedor y con ese vozarrón autoritario que no daba tregua, ordenó que dijésemos quien o quienes eran los culpables de aquella sublevación.

La coletilla era que no comería nadie ni se irían a dormir hasta que no se aclarase todo.

Un murmullo recorrió el comedor. En nuestra mesa se hizo un profundo silencio. Alguien tenía que romperlo y fui yo precisamente.

Si queremos “LUCHAR” de alguna forma por los demás, opino que no es la mejor manera dejando que los demás paguen por nosotros.

Se rompió el silencio y el murmullo de nuestra mesa se unió al resto, todos queríamos hablar y ninguno daba con la solución. Al final decidimos ponernos todos de pie y confesar honradamente como era nuestro deber, contamos hasta tres y nos ponemos todos a la vez de pie.

Así lo hicimos, pero el único que se puso de pie fui yo.

Incapaz ni siquiera de hablar, temblándome hasta la campanilla aguanté lo que se me vino encima, sin abrir la boca me fui a dormir sin cenar.

Por la mañana a las ocho debía estar en el despacho del director, asentí con la cabeza y con ella bien alta para aguantar los nervios salí del comedor.

¿El castigo que me aplicaron? Fui expulsado del colegio y del instituto, durante nueve días. Eso sí, si no me presentaba a los correspondientes exámenes (teniendo en cuenta que eran los finales) perdería el curso.

Las amenazas y las intimidaciones debido al momento, por una falta al régimen, llegaban hasta con contárselo todo a mis padres, con la consecuente vergüenza que ello les podía ocasionar.

De manera que me vi en la calle, sin dinero. Pero no estaba dispuesto a perder el curso.

Dormiría en cualquier rincón, iría a los pinos a estudiar durante el día y comer ya me las ingeniaría con el poco dinero que tenía.

Salí del colegio con la maleta, cargado de libros. No sabía que rumbo tomar. Escuché un siseo en el zaguán de al lado. “Alguien me llama”, pensé. Miré alrededor y no había nadie más. El siseo continuaba. Alguien lo hacía y se volvía a esconder tras la puerta. Entré y cual no fue mi sorpresa cuando vi a la chica rubia vestida de negro, que limpiaba los dormitorios en el colegio y servía el comedor.

Me tomó del brazo muy decidida y dijo, sube esa calleja que hay enfrente y espérame arriba.

Esta mujer me llevó a casa de una hermana suya. Ésta también muy joven tenía varios hijos. Su marido, un hombre bueno, algo tímido y muy agradable. El hecho de que yo fuese un estudiante aplicado le llenaba de satisfacción y no dejaba que se oyera ni una mosca mientras yo estudiaba. Muy discreto, a veces me preguntaba que temas estaba estudiando y como era muy inteligente aunque no tuviese estudios, podía mantener con él unas conversaciones muy interesantes, claro, el día que estaba charlatán.

Esta familia me acogió en su hogar como un hijo más y aunque, humilde, tuve la suerte de compartir con ellos unos días que nunca voy a olvidar.

Ésta era la buena gente por la que yo quería revelarme, porque ellos merecían una vida mejor.

Mi castigo no hizo más que reafirmarme en las ideas de libertad y democracia, de las que hoy disfrutamos y las que desde mi lugar en la enseñanza, sigo practicando y predicando a diario.

Este estudiante, es hoy rector de una universidad española y un químico notable en nuestro país.

 

 

 

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