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Al principio no me gustó mucho la idea de quedarme en el pueblo, no porque la tía Micaela no me tratara bien, pues yo sabía que era su única y preferida sobrina, era más bien la idea de no saber cómo ni con quién me iba a divertir.
Mis padres me llevaban al pueblo de vez en cuando, pero no tenía amigos con quien jugar. Entre un torrente de abundantes lagrimones, vi partir a mis padres y a mi hermano. “¿Y ahora qué?, ¿a esperar que el tiempo pase?”, pensé triste. En ese momento una mano pequeña me tocó en el hombro, era el único niño que conocía en el pueblo, Felipe, creí recordar que se llamaba y que además era el sobrino del cura que dijo la misa de la abuela. - Sé dónde hay un nido de pájaros. Si te limpias los mocos te los puedo enseñar, no está muy lejos (Felipe me miraba un poco compungido, pero con una sonrisa tan traviesa que me olvidé al instante de mi pequeño problema). - ¿De verdad que no está muy lejos? - pregunté yo a mi vez. - No, pero si no te atreves lo entenderé, eres muy pequeñaja para que te dejen ir a ningún sitio. Eso me dolió más que la marcha de mis padres. - Oye tú, tengo cinco años, y no soy pequeñaja … pero es cierto que tengo que pedir permiso a tía Micaela, mis padres me han pedido que me porte bien mientras esté aquí. Felipe tenía unos siete años, ojos pícaros y una capacidad asombrosa para hacer de cualquier cosa el más divertido de los juegos, como pude comprobar con el tiempo. A pesar de ser hijo único de una de las familias más ricas del pueblo, Felipe, muy al contrario de lo que se pueda pensar, no llevaba una infancia demasiado feliz. Huérfano de madre desde los cuatro años, vivía con su padre, don Álvaro Moreno de Sotomayor. Don Álvaro era un hombre serio y muy ocupado, siempre andaba metido en su despacho ajustando cuentas o trajinando con los campesinos que labraban sus tierras. No tenía tiempo para los juegos y mimos que todo niño necesita. En la casa grande, nombre por el cual se le conocía a la gran casona donde habitaban, también vivía su tía, doña Justa, hermana de su padre, o mejor dicho la señorita Justa, como se la conocía en el pueblo. La señorita Justa era soltera y beata, como correspondía a su clase social. Para ella Felipe no era motivo de alegría, ni tan siquiera de distracción. No sentía por el niño el más mínimo cariño. Para ella, Felipe sólo era una pesada carga de la que se desprendía siempre que tenía oportunidad. Trataba al pequeño con severidad y no le permitía caprichos ni juegos; y menos dentro de casa donde tenía que estar todo siempre en su sitio, no sé porque razón, porque aparte de los cuatro miembros de la familia y un par de criadas entre las que se encontraba mi tía, nadie más pisaba la casa. Don Alonso, el sacerdote y hermano mayor de don Álvaro y de la señorita Justa, sabía muy bien el porqué de esa antipatía de su hermana hacía su sobrino -claro está que el niño no tenía la culpa de nada y menos aún de haber nacido-. También sabia que Justa jamás perdonaría a su cuñada, a pesar de llevar muerta casi tres años. Felipe adoraba a su tío Alonso, siempre que éste se lo permitía (que era muy a menudo) se pegaba a su sotana y le acompañaba a todas partes. Este roce creó entre ellos un cariño tierno y dulce más de padre e hijo que de tío y sobrino. Por eso, siempre que podía y sus ocupaciones se lo permitían, se llevaba consigo al pequeño Felipe, razón por la que aquel día volvió a llevarlo a casa de tía Micaela, para que jugara conmigo mientras ellos hablaban de no sé qué cosas importantísimas... Tan importantes debían ser, que nos prohibieron quedarnos merodeando por los alrededores, supongo que para que no escucháramos la conversación. El sacerdote no pudo reprimir una sonrisa al darse cuenta de lo que trajinábamos los dos niños. - Pues corre y pídele permiso, porque si no, no nos va a dar tiempo de ver los pajarillos chicos, ¿sabes que en cuanto hace un poco de frío viene su madre y se mete en el nido para calentarlos? – decía Felipe muy sofocado. - Oye que yo vivo en el campo y seguro que de pájaros sé más que tú … además, tengo tres pollitos a los que cuidar y darles de comer ,- el chiquillo me miraba con ojos como platos. - ¿Qué pasa, te has quedado tonto? - No, pero ¿quién los está cuidando ahora? – preguntaba Felipe. - ¡Pues quién los va a cuidar: mi madre! – contestaba yo muy repipi. Aún le duraba la sonrisa a don Alonso cuando llegó tía Micaela muy azorada: - Buenos días padre Alonso. - Buenos días nos dé Dios hija mía. - Si ha venido por lo del testamento de mi pobre madre… bueno, ya sabe lo que pienso, Padre, yo creo que sería mejor dejar las cosas como están, cualquier cosa que se haga sólo servirá para volver a levantar ampollas en la familia...- ¡Qué digo en la familia, en el pueblo entero! - Verás hija, yo personalmente creo que tienes razón, que hay cosas que nunca deberían ver la luz, pero compréndelo, el futuro de tu sobrina está en tus manos. Ya lo sabes, piénsalo bien, yo voy a seguir viniendo por aquí de vez en cuando, creo que a Felipe le gusta la compañía de Ana–Amalia y es bueno que los chicos tengan amistades con niños de su edad. El sacerdote salió de casa de tía Micaela, llamó a Felipe y nos miró con gesto de ternura a los dos niños que un día, no muy lejano, compartirían sus vidas. |
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